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Ene2010Avatar
4 comentarios
Ene
Es lo que tiene trabajar con un ordenador prestado: tenía escrito este post y, por arte de algún toque incontrolado, se borró y he de acometerlo de nuevo. A ver si me acuerdo.
Vi la película con lágrimas en los ojos –tres horas de lágrimas son muchas horas-, pero no por la emoción o por la risa, sino por las dichosas gafas tridimensionales. Bueno, en ese aspecto, ha valido la pena el lagrimeo.
Avatar es una película técnicamente sorprendente. Y lo bueno es que no se queda en el mero alarde, sino que pone los recursos al servicio de la historia. Su gran mérito es conseguir unir la imagen real y su mundo con el mundo animado, hacer verdadero un universo que no existe y, con la ayuda de la tridimensionalidad, dejárnoslo habitar.
Por lo demás, nada nuevo. Una historia tan antigua como el hombre. La del guerrero que descubre que la causa a la que sirve es malvada y, poco a poco, acaba seducido por la belleza y las bondades de aquellos a quienes tenía que conquistar. Eso sí: con una carga antiimperialista y anticolonizadora necesaria en todo tiempo. Lástima esa tendencia al final fácil, feliz, predecible y comercial tan propia de James Cameron. Claro: no se podía poner en peligro la recaudación de la cinta más cara de la historia.
Me gustan los homenajes al cine que hace la película (¿dónde termina el homenaje intertextual y comienza el plagio?). Aquí están Blade Runner, Bailando con lobos, y, la que más me gusta, en la que la emoción sí que llegaba casi casi a oprimir, El nuevo mundo, de Terrence Malick.
La película está empapada de espiritualidad y mensaje ecológico. Pero –despertaré del sueño concordista- no nos engañemos: es pura New Age. La deidad no tiene rostro, no tiene palabras, no siente con los hombres y, además, ¡se puede mensurar científicamente! Difícilmente podrá transformar nuestros hábitos consumistas y egocéntricos ni llevarnos a una dimensión otra totalmente otra. Aunque algo es algo. Y a lo mejor ya es mucho.
Como es cansino escribir dos veces la misma cosa, ponemos punto final. Y a disfrutar del claustro nevado de mi convento, que eso sí que es una experiencia tridimensional.