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Blog El atril

Fray Antonio Praena Segura, OP

de Fray Antonio Praena Segura, OP
Sobre el autor


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20
Dic
2018
Un vaso de agua
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Un vaso de agua

En tiempos de crisis y agitación se hace necesario regresar a las cosas sencillas.

No hay mejor manera de ser radicales. Porque hay formas de volver a las raíces que lo único que hacen es abrasarlas, agostar las raíces. Radicalizarse es eso, aferrarse a la raíz y olvidar su sentido, su destino de flor y de fruto. Disecarla fuera de la tierra que es su hermana. Convertirla en áspera rama, desvitalizada, para que, en vez de árbol, sea instrumento de ataque o de defensa.

Pero nuestras raíces piden agua. “Un vaso de agua” (Pretextos, 2018) de Lola Mascarell es uno de esos libros que detienen el tiempo y nos hacen reparar en lo sencillo admirable. Una rosa en la ventana ante el azul inmenso. Donde es más rosa la rosa y más azul lo inmenso. La sed que nos espolea y, escuchada la sed, no dice sino amor. La verdad del amor que en la otredad es amor y no tan sólo un sucedáneo.

La lluvia que se funde con la tierra, el barro que, en su imagen poética, se transforma en muerte dentro de la vida para que la vida sea más vida.

La poesía de “Un vaso de gua” nos recuerda que un día una maestra contempla un vaso de agua en el alfeizar, que con su lápiz lo dibuja. Que un día esos trazos ocupan la sala de un museo; que alguien contempla en un museo un vaso de agua que alguien vio cuando los niños se habían marchado de clase y, ante el dibujo contemplado ahora, escribe un poema con la mano suya que es mano de todos. Es decir, el misterio de la vida que nos antecede y nos sobrevive.

Las hojas de los álamos cantando. Esas que vuelven a caer cuando nuestros ojos se posan en el poema que dice “hojas de álamo cantando”.

La ternura de la madre, el olor de los huertos. La sinrazón del viento que nos lleva. Lo que lleva nuestro cuerpo a tu cuerpo. Estos son los temas que Mascarell trae providencialmente a un mundo que necesita recuperar la mirada inocente.

Su libro "Mientras la luz" brindó el título a la exposición pictórica de José Saborit que podemos visitar en O_Lumen. Este viernes 21 de diciembre a las 20,00 h. tenemos una cita con su poética.

Dialogaremos sobre la plenitud de la vida, ese misterio, su milagro, del que su escritura deja testimonio con transparencia, vacío, humildad. Lola desvelará aspectos de la relación entre pintura, palabra, contemplación. De esa espiritualidad que trasciende tradiciones y nos devuelve al asombro más humano, el primigenio.

Desde su personal acento, desde su profundidad, también podremos abordar aspectos de actualidad social y artística.

En estos momentos en que es fácil entregarse a la crispación social, política, conviene celebrar la belleza de las cosas sencillas que en la voz de Lola Mascarell llegan a ser palabra habitable.

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18
Dic
2018
Libérame Domine
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Gracia Aguilar Almendros

Un libro sincero. Una vocación contemplativa que deja entrar el misterio de la existencia en el lenguaje. Agilidad y respeto. Sencillez y altura juntas.

Una poeta que habla desde la profundidad con una voz de su tiempo. Gracia Aguilar Almendros, ganadora del Premio Internacional Emilio Prados 2017, engrandece el oficio llevándolo a su voz.

No tiene miedo a la palabra alma. Habla de amor en la noche oscura con versos claros y renovadamente sanjuanistas. Afronta el miedo. Pide a Dios que la libre de la muerte eterna como se habla con amigo. En su familia, nos dice, hubo educación poética: en los días de lluvia, abrían ventanas, respiraban hondo, miraban rayos, se empapaban.

Su hermana Clara hace que la luminosidad de vivir no sea cosa abstracta. Sabe permanecer en las afueras de la suerte, de lo echado. Y asume el riesgo de explorar lo inédito, las afueras de la experiencia en busca de un margen de resplandor, trazos de lo Absoluto escritos donde menos parecía.

Llego tarde a dar noticias de los libros recibidos en este año desbordante. Recomiendo este libro tan "Pretextos" por su calidad y revelación.

Y pido a Gracia me disculpe por haber escrito sobre su portada: es que me inspiró.

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14
Dic
2018
Mientras la luz
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Mientras la luz

Valencia, 2012, Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). Visito al fin la exposición “Más al sur” de José Saborit, amigo cuya obra poética era, hasta el momento, más familiar para mí que su obra pictórica.

En ese templo consagrado al arte moderno se abría, sin embargo y de pronto para nuestros ojos, algo más allá de lo moderno; algo, en esas salas acostumbradas a lo novedoso, más allá de cualesquiera pretensiones innovadoras, rompedoras o supuestamente transgresoras, y ello, sencillamente, porque aquellas pinturas eran revelación.

Años después, cuando O_lumen echó a andar, se gestó el sueño de poder acoger y mostrar un día en este espacio las pinturas de José Saborit. Este sueño se realiza tras más de un año de trabajo emocionante.

Este lugar nacido para convertirse en ámbito de trasparencia donde puedan encontrarse las obras de los artistas y los caminos de los hombres y mujeres que van buscando lo auténticamente trascendente y auténticamente humano acoge las pinturas de Saborit como algo que estaba llamado a suceder.

En las pinturas de Saborit vamos a dar con la mirada abandonada de sí y de ego que en el arte y en lo espiritual -cada uno dentro de la libertad de sus caminos- llamamos contemplación y que tan necesaria es para nacer de nuevo y para revivir el prodigioso milagro del ser y el existir. Lo que el artista vive, lo experimentaban a su modo también los teólogos medievales. La luz no sólo nos muestra las cosas en su ser, sino que ella, la luz, es ya en sí misma el ser esplendiendo más allá de las cosas y del tiempo. Es ella el asombro primordial.

El poeta deja decirse y el pintor deja mostrarse este asombro primordial. Desde el punto de vista teologal, podríamos decir algo análogo: Dios es luz no sólo porque hace ser las cosas y porque las hace visibles, sino porque es la condición en que todo es y todo está patente, visible, dado a los ojos del hombre. Tu luz -dice el salmo- nos hace ver la luz. En cuanto luz, Dios está y hace visibles las cosas retirándose de las cosas. También Saborit se retira de sus pinturas de una forma humilde, sacrificial incluso, para que el misterio sea y sea sólo el misterio.

Ser pintor sin ir de pintor, igual que Dios se rebajó incluso a la muerte para salvar y salvarnos de la muerte. Por ello, la condición kenóticamente artística de José Saborit es capaz de dejar que el misterio se revele y nos revele el mundo desde una perspectiva radicalmente inédita. Y, porque ya no pregunta, porque ya sólo nos sumerge en lo abierto, pueden nacer nuevas búsquedas para quienes hasta su obra nos acercamos: ¿quién sostiene el horizonte? ¿Será lo inabarcable e indefinible quien sostiene la línea del horizonte y no a la inversa? Sin pretender ser humanismo, ni arte, ni teología, estas pinturas nos arrastran a una experiencia del hombre, del arte y de Dios más profundas.

Del hombre porque invierten la perspectiva de las búsquedas invitando a verse a sí mismo desde una luz nueva, desprovista de a prioris y de afán de afán de dominio. Así, ellas ensanchan y profundizan la conciencia de lo que como humanos somos y nuestro lugar en el cosmos.

Del arte, porque, sin trucos, atajos, efectismos y ambiciones narcisistas, todo lo que podría ser pintado y todo el virtuosismo que podría ser exhibido se acaba acogiendo a lo que exige ser pintado, revelado en su misterio, haciendo así del arte un lenguaje de lo inefable y no un discurso al servicio del ego del artista.

De Dios, porque, sin que necesitemos conocer si hay algún presupuesto religioso en estas obras, ellas nos introducen en una forma de gloria análoga a la Gloria que el Creador mostrara a la mirada de un niño en el primer amanecer del universo -si es que acaso no es la misma gloria-.

Por esto y por mucho más, la obra de José Saborit estaba llamada a entrar en este templo. Estos muros reciben sus pinturas pero, en realidad, son ellos los que entran también en la luz de estas pinturas.

Esta doble correspondencia nos hace patente, eso: que Mientras la luz…; es decir, que la luz es un Mientras, y que, quien una vez ha existido en ese tiempo de gracia, en este Mientras, ha ingresado ya para siempre en algo que trasciende al tiempo y la materia.

Son éstas unas pinturas impregnadas de esperanza. Porque toda la luz futura es atisbada desde un punto presente. No puede haber camino hacia la eternidad si no es atisbado en el instante. Y ocurre que, por otro lado, el cristianismo no sería el cristianismo si elimináramos de su moral la virtud de la esperanza. Sin buscarlo, por caminos diferentes, la esperanza viene a ser un elemento común entre estas pinturas de Saborit y el espíritu que hizo que esta sala se abra al mundo del arte y la palabra. Eso es lo hermoso: encontrarse sin buscarse o, al menos, sin saber que nos estábamos buscando por los caminos diferentes de mundos diferentes que son el mismo camino y son el mismo mundo.

Acompaña a las pinturas una proyección in situ del cineasta Hernán Talavera sobre el proceso creativo del pintor. Formado con directores como Víctor Erice o José Luis Guerin y pintores como Antonio López, el cortometraje de Hernán Talavera tiene la virtud de hacernos asistir al espacio y al tiempo en que las pinturas de “Mientras la luz” han surgido.

Recuerden: en O_Lumen (C./ Claudio Coello 141, Madrid, hasta el 31 de enero) No se la pierdan: saldrán mirando el mundo de una forma distinta.

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19
Ago
2018
Sucederá la flor
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Jesús Montiel

Breves son algunos de los libros más grandes. Cada década nos regala alguno. Se trata de pequeños "Platero y yo", "El principito"; son exiguos "Vida en comunidad" (Dietrich Bonhoeffer), cuya brevedad redunda incluso en su dimensión profunda. No necesitan más para que el oficio y la vida confluyan en verdadera literatura, esa en la que ni asistimos al mero y legítimo desahogo verbal de un ser humano, ni al ejercicio de un virtuoso del lenguaje.

Ante sus páginas no tenemos necesidad de preguntarnos dónde empieza el uno y dónde acaba el otro, porque esa pregunta en la verdadera literatura no tiene lugar. La verdad literaria ni es subjetiva ni es objetiva; ocurre si sucede el libro cada vez que el libro sucede.

El hecho de que Jesús Montiel nos deje adentrarnos en esta epístola que da cuenta de la dura enfermedad de su hijo pequeño, desde el descubrimiento de la leucemia hasta el presente; el hecho de que se refiera a un acontecimiento de primera magnitud en su historia personal y en la de su familia no dejaría de ser un testimonio personal, algo que escuchar con el corazón arrodillado ante el sagrado misterio de la vida y la muerte que en estas 55 páginas se nos revela, si no fuera porque con este acontecimiento biográfico Montiel ha edificado una obra trascendente que, gracias al don de la palabra por el que ha sido tocado, se convierte en verdad edificada para ser habitada y revivida como verdad cada vez que sea leída.

En una palabra: “Sucederá la flor” no es un diario íntimo sino una obra literaria mayúscula inspirada para permanecer y para que en cualquier tiempo y cualquier cultura su verdad encienda resurrección más allá de los acontecimientos aquí narrados.

Para que este hermosísimo regalo haya sucedido, más allá del misterio que envuelve a las obras de arte que verdaderamente lo son, varios factores concurren que podemos y debemos desentrañar. En primer lugar, una docilidad. Aceptar que algo que quiere ser dicho desde más allá de nosotros mismos llegue a la palabra a través del autor.

En segundo lugar, una distancia. El autor puede hablar de una etapa tan decisiva en su biografía porque, en cierto modo, se ha separado de él mismo, se ha desprendido del exceso de identidad que nos afecta al común de los mortales. Sólo así la literatura se abre paso más allá del pudor; se revela sin más como literatura y no mero diario íntimo, ejercicio de terapia o autoayuda.

En tercer lugar, el estilo epistolar otorga a este conjunto un alcance moral que, junto a un exigente ejercicio de contención, transmite al texto un tono estoico cuya clave de emoción no estriba en la concesión sentimental sino en el ajustado patrón que rige entre forma y contenido. Más concretamente: un carácter divino humano palpablemente encarnacional, cristiano.

Por último, una libertad, fruto no sólo del excelente oficio de Jesús Montiel sino de algo arrebatado a la muerte: una conciencia del tiempo, de nuestra fugacidad sobre la tierra. Es algo no aprendido sólo en las muchas lecturas sino en las muchas horas en la planta de oncología infantil junto a su hijo.

Pocas veces una experiencia tan radical se convierte en palabra compartida por la mano de un escritor tan genuino, una de las voces a quien no podemos considerar como promesa joven porque lo suyo es una realidad confirmada. Ya lo sabíamos quienes hemos seguido su poesía. Ahora este pequeño ¿diario, epístola, ensayo…? nos deja paso a más.

Precedido de un acertado prólogo de Erika Martínez, “Sucederá la flor” (Pretextos 2018) es un libro milagroso que hay que leer ya. Cuanto antes. Porque si hay pequeños grandes libros que están llamados a perdurar, nosotros no vamos a permanecer siempre sobre la tierra. Háganme caso, desgraciadamente sé lo que digo.

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31
Jul
2018
Una habitación de hospital con vistas al mar
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Antonio Cruz

Que no te confundan los anuncios de televisión. La vida no huele como en ellos se supone que ha de oler la vida. El suyo está, seguramente, más cerca del olor de una habitación de hospital: cuerpos sudorosos, morfina, sangre seca. Eso sí, la habitación de hospital de la que nos habla Antonio Cruz (María, 1978) tiene vistas al mar. Más acá de la metáfora, esa habitación tiene realmente vistas al mar y en ella ha convalecido la madre del poeta.

Últimamente me llegan libros con muerte en su interior. Madres que han enterrado a su hija, hijos que han perdido a su madre, quimioterapias, operaciones quirúrgicas: me pregunto para qué nos está preparando la vida. Y no es cosa de temblar: sabemos que es inevitable y aprendemos a reconocer el momento de ir deshaciendo nudos, desatando lazos, amando sin apegos.

El poemario de Antonio Cruz, “Una habitación de hospital con vistas al mar” (Edt. Letras cascabeleras, 2018) nos da la oportunidad de profundizar en la experiencia de la madurez, esa madurez a la que nos enfrenta la enfermedad, la convalecencia, el debate entre la vida y la muerte de alguien a quien amamos y que, en esta ocasión -no olvidemos el privilegio de vivir en el país con el, posiblemente, mejor sistema sanitario del mundo-, acaba bien. Es decir, con el triunfo de la vida.

Estamos ante un libro convulso, radical en su vocabulario, versicular en su ritmo. Se entreveran en él cotidianeidad y cultura. Se nos descubren los nombres y la obra de algunos poetas holandeses de los que Antonio Cruz es uno de los mejores conocedores en nuestro país, además de traductor para la editorial y la revista Ravenswood, de la que es fundador.

Constituye este uno de los rasgos más personales de la voz de Cruz: ese aura de extrañeza de una poesía como traducida que consigue abrir en el lenguaje nuevas texturas y que deja en el lector la sensación de estar comprendiendo y, a la vez, acercándose a algo que escapa a cualquier intento de apropiación.

Estoico y, a ratos, desengañado, el libro sostiene y es sostenido por una dimensión trascendente que, según avanzamos, se nos revela verdaderamente religiosa. Eso sí: se trata de una religiosidad de corte contemporáneo y lenguaje poderosamente personal fraguada en la experiencia del dolor y la enfermedad, pero también en la esperanza y la experiencia redentora que el sufrimiento puede tener cuando es vivido con fe en el Misterio de un Dios tocado, como en el caso de Jacob, en la lucha cuerpo a cuerpo. Las ilustraciones de Hilario Barrero traen a estas páginas el universo particular de nuestro poeta y dibujante afincado en Nueva York. Sus anatomías y paisajes, instalados en la geometrizazión de lo orgánico, dejan un testimonio que hace de este un libro irrepetible en su misma factura, una joyita donde Barrero enlaza su visión con la de los poetas emergentes. Un puente entre el Mediterráneo avistado desde una habitación de hospital en Almería y el skyline de la Gran Manzana.

Potentes son, en este sentido, los “Seis poemas religiosos” que Antonio Cruz dedica a este reseñista -gracias Antonio: ha sido muy emocionante descubrir estos versos-. Del libro del Génesis al Apocalipsis pasando por el Evangelio de San Mateo (inquietante el poema “Deudas”), estos poemas religiosos acaban desembocando, en la parte última del libro (“Breviario: Al principio fue el Logos”), en una metapoética donde existencialismo y aliento místico componen trazos como cortes visibles en el alma invisible.

Un libro de arriesgada originalidad. Una lectura cuya extrañeza se nos hace adictiva, pues es milagro encontrar tal valentía en medio de un panorama empantanado en sentimentalismos insustanciales e imágenes tan banales como previsibles. Un libro que mira a los ojos de la muerte para que los de la vida nos miren. Un libro que pone el dedo en el dolor para que la belleza no se fosilice.

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5
Jul
2018
Verbos por dentelladas
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Verbos por dentelladas Noelia Illan

Señalaba Heidegger que el elemento perdurable del pensamiento es el camino. Y que los caminos del pensamiento llevan oculto consigo el misterio de que podamos andar por ellos tanto hacia adelante como hacia atrás, de tal modo que “incluso el camino hacia atrás sea el primero que nos conduzca hacia adelante”.

Ese camino traza para nosotros Noelia Illán en “Verbos por dentelladas” (2ª ed., Lastura 2018). Desde la primera cita, de Virgilio, a la última, de Eliot, este libro no cesa de hacer nuestras las palabras que otros se tatuaron en la piel.

Porque cultura es una forma de estar insertos en otros, en otros que ya no están y en otros que han de venir, no hay un solo poema de este libro que no dialogue con las voces de los muertos, de los vivos o de los futuribles.

No todos los libros se arrojan a la vida -en su sentido más corporal, pasional y encendido- y a la inteligencia -en su sentido más clarividente- de la misma manera y en proporciones que mutuamente se potencian. Noelia sí lo hace.

“Verbos por dentelladas” pone los ojos sobre un trayecto posmoderno de nuestra historia colectiva mediante el recurso de hacerla acertadamente personal. Pero lo hace ya desde cierta distancia: los viajes, las drogas, la moto azul, ese sumidero que no deja de dar vueltas y que nos recuerda la espiral sin destino fijo, sin sentido teleológico, que anunciara Nietzsche; todos estos elementos sacados a dentelladas de la vida y de los libros (que en Noelia son la misma cosa), llegan a ser poema, precisamente porque Noelia ve desde la distancia.

Noelia es el ser bueno que ha acogido en su corazón las vidas de las hermanas y de los seres cuya historia, no siendo directamente parte de la historia de la poeta, ha llegado a la vida de la poeta. En cierto modo, Noelia es post-postmoderna. Ha encontrado una puerta de salida en el amor y en la literatura. Una lucidez destilada en la ebriedad de sentirse viva. Por eso puede hablar mimetizándose con el lugar donde aún no se ha encontrado la puerta de salida. Ella ya está en el umbral camino a otra parte.

De Ovidio a Katy Parra pasando por Juan Antonio González Iglesias (no citado expresamente pero presente en la forma y el fondo), la luz no se ha perdido. Estoica y novísima, Noelia Illán recibe la llamada y le da el fiat en este libro. Porque este libro es un sí, una puerta de emergencia que se abre.

“Verbos por dentelladas” no se dirige a los sentimientos en un tiempo que hace caja con los sentimientos. Su autora apela a la inteligencia, a la cultura, a la razón que ha vertebrado occidente. Viceverso y fascinante, no debemos perdernos este libro: hoy que tanto se habla de las zonas de seguridad que, sin embargo, son zonas muertas y mortíferas, estas páginas despliegan para nosotros un paracaídas con el que saltar. Porque en el riesgo hay salvación. 

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25
Jun
2018
Te lo voy a decir de otra manera
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Juando Aguilar

La chica de amarillo

Juan Domingo Aguilar.

Edt. Esdrújula. 2018 

Prólogo de Antonio Praena 

 

... quizá por eso “La chica de amarillo” llamó la atención de la editorial Esdrújula y mi atención misma. Antes de conocer la identidad de su autor, discutíamos si se trataba de un joven joven o de un viejo poeta haciéndose pasar por joven. Después abrimos la plica y supimos de su persona. Juan Domingo Aguilar nos pareció un verdadero descubrimiento. La directora de la editorial lo vio claro: y encima era muy guapo: "este tío va a pegar fuerte".

Y es que “La chica de amarillo” cae en la cuenta de que amar no es lo que nos han contado ni lo que nosotros soñábamos.

Da igual si este poemario ha pasado por la experiencia del cantante que escribía de amor hasta que conoció el amor o no. Porque esa es la grandeza de la literatura: nos introduce en nuevas experiencias desde la literatura misma y nos deja vivir nuevas vidas que no caben en las lindes del tiempo en que duramos. Lo que importa es que Juan Domingo ha levantado un libro verdadero; y de la imposibilidad de amar ha hecho virtud poética y estilo propio.

Una voz le habla a su voz desde otras voces. No encontraremos un poeta que proyecta sobre el papel excrecencias sentimentales. Hay una forma de saberse y saber el mundo que habitamos que no precisa convertir a los oyentes en pantalla de nosotros mismos. Tampoco se trata de convertir un poemario en el centro comercial donde se ofertan emociones.

Estudiar, trabajar, enamorarse, compartir piso, adoptar un perro. Renunciar a cosas. Pensar una vida. Organizar las vacaciones. Estudiar, trabajar, enamorarse otra vez; volver al perro. “¿De verdad quieres acabar así? Juan Domingo no nos cuenta lo que vive. Ya ha descubierto que la poesía no va de eso.

En Juan Domingo se escucha la voz de una generación que empieza a descubrir la mentira de esta forma plana de estar en que nos han educado. Se trata del desengaño, pues no tenemos las riendas de nada, empezando por nuestros sentimientos.

Organizar las semanas en función de los cambios de humor. Una generación sin absoluto, una generación en despedida. “Dice que madurar es aprender a despedirse.” Quizá tenga que ver con la muerte, con alguna visita al tanatorio.

Este libro nos pone ante el hecho de que todos van a la salida y vuelven. A tanatorios y bibliotecas nadie quiere ir, pero siempre están llenos. Juan Domingo, en todo caso, se nos revela poeta porque parece no importarle mucho la poesía y sí ese no sé qué que es al final lo que queda porque es desde el principio lo que nos ha llevado.

Y, entretanto, parece que lo único seguro es el exceso de sufrimiento, su desproporcionada magnitud frente a la desproporcionada estupidez del poeta y sus cosas.

Te lo voy a decir bien clarito, la vida nos lo dice bien clarito: mira eres tonto y no tienes ni idea de los golpes maquillados, de todos los vestidos que hay en la basura, de todas las mujeres que esta noche no volverán a su casa, de todos los maricones represaliados o ahorcados en Qatar, de todos los cuerpos de los niños que yacen en las playas de Turquía, de todas las Europas no alcanzadas, de todos los orificios de bala que se suman en las casas familiares de Gaza Alepo Nom Pen Yuba.

Te lo voy a decir, estúpida poesía, para que dejes de hacer el ridículo. Eso escucharemos en estas páginas.

El nacimiento de una voz es siempre un soplo de esperanza. Si esa voz es diferente, la esperanza, entonces, es auténtica. Pues es connatural a la esperanza la diferencia. Y me alegra por ello darle la bienvenida a Juan Domingo Aguilar y su chica de amarillo.

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22
Jun
2018
Los ritmos rojos: un cuento triste
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Los Ritmos Rojos

Tras muchos años dedicado a la búsqueda de lo mejor entre las nuevas voces, las voces ya consagradas y las voces extranjeras para ofrecérnoslas con las mejores garantías de edición, Jesús Munárriz se ha ganado con creces el derecho a hacer una excepción y publicar un libro suyo en el sello por él creado y llevado a lo más alto, la Editorial Hiperión.

El ritmo de haikus del título, “Los ritmos rojos / del siglo en que nací. / Un cuento triste”, es un recurso que contribuye a acentuar, por contraste, las sombras de las que este poemario da cuenta. Porque de haikus nada: ni contemplación de la naturaleza, ni cambio de estaciones, ni ausencia de sujeto, ni aire zen. Este poemario es, en efecto, un cuento triste, el relato de quien da cuenta del desencanto ante los ideales de la Revolución Rusa precisamente en el año de la celebración del centenario de esta, 2017.

Según el mismo autor declara, “el triunfo de los revolucionarios rusos en 1917 cambió el curso de la historia y condicionó de una u otra forma las vidas de cuantos nacimos en el siglo XX, al igual que su fracaso y sus consecuencias condicionan también a su manera lo que sucede en el XXI. Las vidas de los humanos nunca escapan a su circunstancia. Ni la poesía, si no quiere tintinear en el vacío, debe hacerlo.”

En efecto, el primer verso de este poemario es “Mil novecientos diecisiete”. El último poema se refiere a “Jesús de Nazaret, aquel judío / que andaba por la vida con lo puesto / dijo que siempre habrá pobres y ricos / y arreó a los banqueros zurriagazos.” En el medio, una auténtica crónica de lo ocurrido en este siglo, con versos claros, a veces premeditadamente prosaicos, que buscan agilidad ante todo, pero que no pierden la intensidad, una elegancia incluso adusta basada en la depuración y en la claridad.

Rusia, Budapest, Berlín, Múnich, Turín…: los escenarios de la obra. CHEKA, GPU, OGPU, NKVD, KGB…: las siglas de la trama. Y, cómo no, los nombres de los poetas, los seres, en nada especiales entre millones de seres más, para los que esta trama fue tragedia:

“Antes que nadie, Blok, acorralado

por sus propios versos.

Yesenin luego, suicidado, Jlébnikov

gangrenado en el frente, Mandelshtam

aniquilado en el gulag, el entusiasta

Vladímir Mayakovski, suicidado,

la vacilante Marina Tsvietaieva

suicidada también, y sus controladores

y acusadores Lev Trotsky y Anatoli Lunatcharski

asesinados a su vez…”

Munarriz mantiene un tono racional y frío, una clara opción por el carácter reflexivo de la poesía, una reflexión pegada a la historia y a los nombres propios de esta, especialmente cuando la tentación del sentimentalismo, la afectación y el escapismo están al orden del día en la poesía.

Un cuento triste, sí, pero lúcidamente comprometido. Sincero al dar cuenta de la decepción. Y, aunque no es fácil atisbar esperanza en este poemario, no puede haber futuro sin confrontación sincera con el presente y el pasado que hasta aquí nos ha traído.

A uno, que aparte de camarada poeta no deja de ser teólogo y está por tanto obligado a ejercer la reflexión crítica sobre todo aquello que habla de Dios, no deja de llamarle la atención que el poema epílogo finalice dándole la razón al Nazareno. Me pregunto, seguro de que a Munárriz no le ha faltado nunca sinceridad y valor, qué traerá el “Continuará” del Colofón. No se pierdan estas páginas.

 

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12
Jun
2018
El tiempo es un león de montaña
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Trinidad Gan

“El tiempo es un león de montaña” (Ed. Visor), un libro conquistado a la experiencia y a sí misma, es el último poemario de Trinidad Gan. Por él obtuvo el XX Premio de Poesía Generación del 27.

Creo que es ésta una obra de inspiración cubista. De un modo que guarda similitud con el cubismo, en “El tiempo es un león de Montaña” desaparece la perspectiva única y son tratados los temas desde una composición de “perspectiva múltiple”.

En estos poemas podemos adentrarnos, al mismo tiempo y en el mismo plano, desde perspectivas diversas. Sin embargo, al contrario de lo que ocurría en la pintura, donde se buscaba suprimir la sensación de profundidad, la implicación de la experiencia y del sentimiento, que Trinidad sí incorpora, nos va a otorgar profundidad y emoción.

El sujeto poético es, a la vez, quien mira y es mirado. La persona cuya voz nos habla comparece ante el lector y, a la vez, se distancia de la poeta retratada. Es sujeto y es objeto. Es ella y otra, muchas otras. Es su fiera y la presa que su fiera devora.

La poeta convive con ella misma en el pasado. Trata de advertir a la que fue sobre el futuro que le espera, prevenir lo inevitable. Pero lo inevitable es ella, la suma -y algo más- de todos los tiempos, ciudades, asfaltos, rellanos y escaleras que la han traído hasta aquí. Este libro es un puzle roto, un espejo roto en otros tantos espejos -poemas- rotos y cuyo único fondo estable es la poesía misma.

Viaje, tiempo, perspectivas, memoria, sueño, son, al fin y al cabo, formas de parafrasear la vida. Trinidad ha vivido la suya, una vida hecha de muchas vidas, y ha hecho del azar su propio juego, y de los muchos rostros posibles su propio rostro. Este libro muestra que en la vida llega un momento de atajarle el camino al camino, de salirle al camino al camino mismo.

Por ello la poeta sale del cuarto gris donde en entregas anteriores la encontrábamos, para romper paredes, desalojar la ceniza acumulada y quedarse sólo con el fuego, que es, al fin y al cabo, lo que importa, lo que arde, lo que era poesía en tantos poemas. Es un libro sin miedo, o, quizá, un libro que mira a los ojos del miedo como quien mira a los ojos de la fiera, del león, del tiempo, de sí misma.

El mismo tiempo que deshilacha nuestro tejido existencial es el que teje nuestra verdad, pues nuestra verdad es temporal, es en el tiempo, es tiempo. Por eso la poeta que se enfrenta aquí a su furia, a su estrago, es la misma que ha de reparar los daños, rehacer el orden, volver a poner en pie las cosas que el león ha arrasado para, luego, decirlo, decírselo, decírnoslo.

Quizá por eso cobra una especial relevancia en estos poemas la metapoesía. Si a esto le sumamos que estamos ante un libro de madurez y de balance, nos damos cuenta de que a Trinidad lo mejor que le queda, después de decir adiós a las cosas que no eran sino un lastre, es el lenguaje mismo.

Para los apache y walapai de Arizona, el león de montaña (o puma) fue precursor de la muerte. Precursor de la muerte: teníamos que llegar aquí y temíamos llegar aquí, pero estaba anunciado desde el principio. Que sea precursor de la muerte un animal tan bello como el león de montaña nos habla, en realidad, de la belleza de la vida y de la furia del instante y de la potencia del presente.

Creo que en este libro Trinidad llega a un acuerdo consigo misma, a un pacto con su verdad, a un compromiso con su futuro. Y ese pacto se firma en verso, un verso definido con esa belleza que tienen los seres salvajes cuando están en calma, en reposo.

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22
May
2018
El derecho a odiar
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derecho a odiar

Pues no, no le reconozco derechos al odio. Una cosa es reconocer que odiamos, que podemos sentir odio, que a veces lo mejor sea reconocerlo si de verdad queremos superarlo, y otra admitir impasiblemente que el odio tenga carta de legitimidad, que sea uno de los derechos que nos otorgamos a nosotros mismos.

Porque la fuente del derecho no es el capricho autoindulgente, sino la dignidad de la persona concebida en su verdadero ser, que es relacional. “El otro” forma parte de mí. Odiando, me rebajo a mí mismo. ¿Y a qué viene esto?

El anonimato de las redes sociales, cierto periodismo que algunos, con razón, denominan “de cloacas”. Cierta telebasura que hace omnipresentes en los medios a personajes absurdos y frívolos que venden su vacuidad a precio de oro por platós televisivos en los que se aplaude el lenguaje soez, el insulto y la descalificación gratuita. La falaz equiparación de la sinceridad con la mala educación. La intención de hacernos creer que es libertad de expresión o derecho a la información lo que en realidad es un modo de hacer dinero fácil mediante un amarillismo especialmente diseñado para las audiencias más vulnerables, las de aquellas vidas cuya aventura más apasionante es proyectar sobre ridículos famosos, famosos por nada interesante, su propio aburrimiento o su propia frustración. El espectáculo de tertulianas maquilladas como puertas que lo mismo lanzan hipótesis sobre el asesino, que se convierten en especialistas en derecho, o en psicólogas, o en filósofas sociales y chupan cámara tratando de mantener el pico de audiencia según les vayan indicando por el pinganillo que suban o bajen el tono mientras el video morboso se repite y se repite en bucle… A esto me refiero.

Hace años se pusieron de moda los estudios que analizaban hasta qué punto las convenciones sociales influían en nuestras convicciones morales. Simplificando, se ponía de relieve cómo el hecho de ser aceptados, de acomodar nuestros valores morales a lo aceptable o a lo correcto socialmente hablando, nos podía llevar a mantener posiciones morales “convencionales”, incluso cuando en nuestro fuero interno o privado no coincidiésemos exactamente con aquello que en nuestro comportamiento externo dejábamos entrever. Es decir, el contexto social hacía de “molde” moral. Y no era lo mejor, pero al menos ayudaba a “contener” lo peor. Cuando el muro de contención social se corrompe, ¿qué más da lo moralmente bueno, si en la anarquía del anonimato podemos vomitar contra los demás nuestro malestar consciente o inconsciente?

Decía San Agustín que, cuando un hombre se eleva, todos nos elevamos. Pues bien: cuando un hombre se degrada, entre el aplauso y el regocijo, todos nos degradamos.

Reivindico una ética de los medios. De lo contrario, lo que se deteriora es la convivencia.

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