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Blog El atril

Fray Antonio Praena Segura, OP

de Fray Antonio Praena Segura, OP
Sobre el autor


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27
Jul
2017
"Accidente"
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Camino Román

[Como anunciábamos en el artículo anterior, continuamos compartiendo la presentación de los Adonáis 2016 que celebramos recientemente con la presencia de los tres autores.] 

“Accidente”, de Camino Román 

“Accidente”, de Camino Román, nos demuestra que se puede escribir una poesía joven, fresca y contemporánea que, a la vez y sin detrimento, busca nuevos cauces de calidad.

Nacida en Veguellina de Órbigo (León) en 1981, Camino es licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Salamanca. Se dedica a la enseñanza artística, a la vez que elabora su propia obra pictórica habiendo participado en diversas exposiciones. La última de ellas, “Todo está mal”, en 2016. Traemos este dato porque explica en parte su poesía: el arte contemporáneo exige un discurso cada vez más elaborado (adivinamos en ello los ensayos estéticos de Danto) y, en esa circunstancia, la pintura llevo a Camino a la poesía.

Tras un poemario online, “<3<3" en 2014, cuenta con otro libro en papel: "Una foto de un lugar que visitaste" (Ediciones Ochoacostado, 2016). “Accidente”, accésit de Adonáis, nos sorprende desde el primer instante por la originalidad de su lenguaje y por una imaginería que, inmediatamente, nos traslada a otros registros artísticos y nos anima a la aventura de ensanchar nuestra relación con el lenguaje a lo largo de un sostenido ejercicio de imprevisibilidad que, lejos de abrumarnos con rarezas, muestra precisamente cómo la creatividad, cuando es exigente, conecta con asuntos universales a través de lo más cotidiano; con cuestiones últimas sin tener que ponerse trascendentales; con el fondo del corazón sin tener que pasar por la grandilocuencia.

Hay dos voces en “Accidente” y ese es el gran hallazgo de Camino Román. Por un lado, está la voz que discurre por el color, la espontaneidad, el ritmo y los destellos de la vida contemporánea. Es una voz que parece y es divertida, sencilla, pop y agradablemente superficial. Pero, inmediatamente, esa facilidad no puede contener una sensación de amenaza, una intuición de zarpazo agazapado en la digitalidad. Es entonces cuando se abre su otra voz, la que nos habla, en realidad, de la humana soledad, del desamor, de la incomunicación, de la sustitución del espacio real por el espacio virtual.

El logro y la aportación de este libro es, precisamente, su capacidad para articular sincrónicamente los dos registros y para atraparnos donde menos parecía, pues, en el mismo divertimento, nos da un golpe de terror o de gracia, como en esos tiovivos de feria donde el brillo acharolado de los caballos y los muñecos encierra, a la vez, un espanto sin posibilidad de discontinuidad.

Camino conoce la estética del mundo virtual y cómo, en la luminosidad de sus pantallas, el espacio real ha sido sustituido por el espacio virtual, la vida por su videojuego, la persona por su avatar. Y claro, al final hasta el llanto importa con tal de que sea rentable. Lo que haya detrás, que cada uno se lo coma a solas.

¿Por qué, en el mundo más intercomunicado entre los mundos pensables, estamos, finalmente, tan solos? Porque estamos solos “como los árboles que siempre están solos / libertad lo llamamos a veces / para reconocernos aunque nadie nos reconozca.”

El presente poemario es un testimonio precoz de esa generación que comienza a descubrir la trampa de las redes, la viscosidad de una pantalla de plasma en la que, al fondo, estamos atrapados, pues sus respuestas sólo sirven para una vida virtualmente fallida.

Parece la generación que descubre que su libertad se ha reducido a una aplicación para Android y que hay muchos perfiles falsos en las redes. La que descubre cómo el arte ha renunciado a los dogmatismos para caer paralizada ante el dogma absoluto de un yo absoluto recluido en el yo virtual de verse a sí mismo vivir y, sin embargo, no sentirse vivo.

Camino ha escrito para nosotros el libro de una generación que comienza a preguntarse “Y después, ¿qué?”.

“Accidente” es un libro que aspira a molestar a alguien. Porque, al final, aspira, -lo confirma ella- al amor.

El valor de nuestra artista consiste en adentrarse en estas cuestiones últimas sin plantearlas como cuestiones últimas. Ni siquiera como cuestiones. Su aportación consiste en deslizarse y deslizarnos por una estética pixelada con sus mismas armas, como si nada, como quien ha aceptado el juego para inocular en el videojuego el virus que un día habrá de bloquearlo.

Si en la desprogramación de este universo estará implícita también nuestra propia aniquilación, es algo que la poesía y la obra pictórica de Camino Román no dejará de contarnos en su momento. Estamos avisados.

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23
Jul
2017
El recelo del agua
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Recelo del agua

[Como anunciábamos en el artículo anterior, continuamos compartiendo la presentación de los Adonáis 2016 que celebramos recientemente con la presencia de los tres autores.]

El recelo del agua, de Bibiana Collado

En esa extraña relación entre poeta y lector, hay veces en que tenemos la sensación de que el poema no reposa ni en el uno ni en el otro, sino en ambos y en ninguno. Por ejemplo, cuando asistimos al acto de su autonomía, una autonomía que se sostiene en su verdad, su verdad poética. Entonces el lector tiene que decirle a la poeta que lo siente, pero que es poeta lo quiera o no lo quiera, que es poeta pese a que esto le va a doler siempre.

Algo así sucede al leer “El recelo del agua”, de Bibiana Collado. Poemas en alto grado de poema que imponen su soberanía y abren un espacio que nos deslumbra y nos duele. Asistimos a ese extraño fenómeno que sólo puede ocurrir en lo poético mediante el cual el dolor alumbra algo hermoso y la hermosura nos duele.

Nacida en Burriana en 1985, licenciada en Filología Hispánica, Master en Estudios Hispánicos avanzados, Bibiana Collado no es nueva en el panorama édito de la poesía española. Aunque ya antes nos había entregado “Poemas sueltos” (Premio Voces Nuevas y Premio Universitat de València) y “Como si nunca antes” (Premio Arcipreste de Hita), tenemos ahora la certeza, sin embargo, de que va a quedarse, porque se ha abierto en ella una vibración autónoma que no podemos nombrar de otro modo que emocionar la inteligencia.

En efecto, “El recelo del agua” es uno de esos libros que tiene vida propia. Habla incluso cuando lo hemos cerrado. Activa en el tiempo un temblor que no puede ser ignorado porque su estruendo sordo brota de una forma de amar personal y de familia, íntima y social, que ya existía antes, pero que ahora se ha desgajado del miedo de las cosas que se mascaban en voz baja.

“El recelo del agua” tiene voz de mujer. Y con esto decimos que una larga estirpe de mujeres nos sale al encuentro en sus poemas. Mujeres que no fueron a la escuela, mujeres que guardaban un ajuar por si acaso, mujeres que cuidan a mujeres, mujeres que con catorce años trabajan 12 horas remachando bolsos en una fábrica, mujeres que extienden juntas las sábanas sobre una cama para la enfermedad futura, mujeres que se consuelan mutuamente y, mutuamente, a la vez se culpan sin poderlo decir, mujeres que bajaron del cerro, mujeres que tienen una cicatriz de quemadura muy antigua, mujeres que son hijas de su madre y madre de su hija y después madre de su madre y luego hijas de sus hijas. Mujeres que comulgaron con un traje amarillo en una foto de habitación sin ventana de la que se han borrado los padres pobres y las chozas pobres y luego asisten a la comunión de la hija del patrón en mesa aparte. Mujeres con 15 minutos de descanso y un termo de café para apilar cítricos junto a mujeres cuatrocientas en una nave industrial y manos astilladas de escarcha y madrugada. Mujeres que fueron maestras de francés y que no fueron maestras de francés.

Bibiana se ha valido en este libro de una técnica que tiene el buen gusto de pasar desapercibida formalmente y mediante la cual ha superpuesto tiempos, lugares, biografías. Las realidades cobran así perspectiva y llegan a nosotros como verdad. Pero a la vez, esa verdad se materializa en verdad social y cultural, porque Collado superpone también estratos de cultura. Cultura no es un añadido a la vida sino una dimensión más de ella. Por ello, mujeres del sustrato bíblico, mujeres de las letras, como Santa Teresa o sor Juana, y mujeres con Alzheimer y olvido, conviven con mujeres de las fábricas porque sus diferentes dimensiones con Alzheimer y sin olvido lo son de una misma historia que es la de ellas y es la nuestra, aunque nos hiera aceptarlo.

El arte de Bibiana cobra, finalmente, una dimensión que convierte éste en un libro irrenunciable cuando también irrumpe -y no sé hasta qué punto es consciente de ello- en el espacio sagrado; y, así, por ejemplo, celebra una eucaristía en el mismo acto en que una mujer parte el pan para otra y acerca una copa a otra mujer: Y Bibiana no sólo hace comulgar dos espacios semánticos que alimentan alma y cuerpo, sino que hasta aúna dos mundos sonoros, el de la anáfora consecratoria -donde sólo la voz de hombres se escucha, según la tradición católica- y el de la forma en que ella dispone sus versos: (“se acerca, parte el pan / y se lo da diciendo:/ Coma madre, que apenas / ha probado bocado. / Después le llena la copa / y se la da diciendo: / Beba usted despacito, / no se vaya a atragantar.”).

Algo similar ocurre en el poema “El beso de Judas”, que concita también el plano de la pintura trayéndonos a los ojos una obra de Caravaggio: parece que hasta el miedo de Dios es mejor captado desde los ojos de una mujer.

“El recelo del agua” es un libro estremecedor. Catárquico y anticatárquico, pues, a la vez que trasmuta en su propio poema el miedo de los de abajo a no saber nunca lo suficiente, a que se nos note la pobreza que llevamos en los huesos, como en un acto de justica y superación, a la vez, digo, y en el mismo exorcismo verbal, lo deja para siempre temblando, imposible ya de ignorar, como tiembla el agua en un pozo que aún está vivo y mana y del que no podemos curarnos.

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15
Jul
2017
La lucha por el vuelo
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Tres Adonáis

[En los sucesivos días, publicaremos en este blog los extractos de la triple presentación de los ganadores de Adonáis 2016, en la que estuvieron presentes los autores]

Adonáis sigue siendo Adonáis. Y no es necesario recurrir sólo a las glorias pasadas, a los nombres de quienes, desde sus inicios en la mítica colección (bien ganadores, bien accésit), han alcanzado la condición de clásicos contemporáneos: José Hierro, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Julia Uceda, Blanca Andreu. Podemos también acudir a las ediciones más recientes para encontrar en Adonáis algunos de los nombres de los poetas jóvenes o de generación intermedia cuyo recorrido posterior podemos ya mencionar como relevante: Joaquín Pérez Azaustre, Javier Vela, Antonio Aguilar, Raquel Lanseros, Juan Meseguer, Jorge Galán, Francisco Onieva, Rubén Martín Díaz, Constantino Molina, Nilton Santiago... Seguro que la necesidad de brevedad hace injusticia a nombres significativos.


A esta lista se suman ahora los nombres de Sergio Navarro, Bibiana Collado y Camino Román. Y no es cuestión de vanidad o triunfalismo. Es algo más: inscribirse en esta estela no significa ser mejor que nadie, pero sí apostar por la excelencia con una ambición que interpreto como necesidad de enlazarnos a una tradición y un patrimonio para ser no en solitario, sino en plural; no en egoísmo, sino en gratitud; no en soliloquio, sino en diálogo con quienes nos han hablado y aportado. Estar en Adonáis es ser parte de un cuerpo vivo. 


“La lucha por el Vuelo”, de Sergio Navarro 

“La lucha por el vuelo”, de Sergio Navarro, recupera para nosotros la vibración de un Adonáis clásico. Nacido en Marbella en 1992, doble Grado en Filología Hispánica y Comunicación Audiovisual, Sergio había publicado en 2015 el poemario “Telarañas”. 

Con el presente libro nos adentra en un peregrinaje por la naturaleza, un recorrido que se inicia en la invencible, ignota vastedad del abismo, desde el que una sonda hace llegar noticias de una soledad cósmica desconocida, para continuar después por una naturaleza más terral pero igualmente ajena a lo humano, indiferente a la conciencia que trata de penetrar su misterio. 

Este viaje, sin embargo, halla en la poesía un radar con el que proseguir hasta, y en sus sucesivas partes, adentrarnos y adentrar en nosotros el sacrosanto misterio que aguarda en cuanto vive. 

Serán una musicalidad sostenida y unos encabalgamientos que suspenden proverbialmente la respiración sobre un abismo vertiginoso -coherente reflejo formal de la lucha por el vuelo y la voluntad de habitar este espacio- los que imanten nuestra querencia de altura para, finalmente, introducirnos en ese espacio místico que, sin embargo y paradójicamente, nos aguardaba en lo más humano, pues la más salvaje potencia natural revela ahora su condición de empuje a fin de que cosmos y corazón sean, comunionalmente, uno. (“que el hogar verdadero al que volver / es la tierra del hombre, quien anhela / el cielo mientras reza en el camino”). 

En el poemario ganador del Adonáis 2016, Sergio se entrega, se abre, se arraiga, se desarraiga, crece, se empequeñece, anhela, vuela, cae, se levanta, choca, atraviesa. 

Porque no, no es cuestión de facilitar las cosas o limar asperezas. Ya decía Platón que son difíciles las cosas bellas. Por ello Navarro nos hará atravesar, especialmente en la sección II, a través de la experiencia del fracaso y la muerte. ¿Qué sentido tienen la caída y la muerte, si somos vuelo? 

Sergio -no de forma filosófica, pues es otra muy distinta su/la razón poética- aborda ahora uno de los grandes misterios de la vida. Morir, fracasar, no pueden responderse. Sólo dejan entrever un misterio más hondo, ese que nos dice que la lucha por el vuelo (eso somos: lucha por el vuelo) es, en el fondo, un aleteo por entrar a la luz, al calor, al espacio humanado. 

Cosas así sólo se pueden expresar y comprender en el poema, pues el poema comprende sin comprender y dice sin decir. El poema cumple así su vocación de introducirnos en el misterio, de una forma vedada a otra lógica, para desvelar velando. Ser -vivir- y escritura se dan forma mutuamente.

Por eso, a través de esta sección, Navarro operará también cierto cambio de registro, pasando del ámbito más natural al urbano, constatando que, junto a las fiebres más espirituales, la vida nos conduce al lugar donde habitan tantos hombres de nuestro tiempo, pues toda mística no es mística verdadera hasta que no se encarna, hasta que no penetra el corazón concreto de lo humano concreto allí donde concreta y personalmente se encuentra. 

A través de esa grieta abierta en el aire podremos continuar. La muerte se revela madre porque ahora comprendemos que Dios es la Madre que ya nos ha alumbrado una vez y que nos alumbrará definitivamente un día. Mas, mientras tanto y para el vuelo, tenemos el amor, un amor alejado de tópicos románticos y artificios retóricos, pues se trata del amor de quienes, sencillamente, juegan sobre la hierba bajo la luz de sol, el amor del niño adormilado sobre los hombros del padre que fuertemente lo sujeta. Entonces sí, entonces todo el libro revela su naturaleza de don que hace temblar de sentido nuestros tuétanos. 

El poemario se encamina, finalmente, a dar por bueno lo ya vivido, a dar por suficiente lo simple. Quien este camino ha recorrido, comienza a ser poeta verdadero. Porque la bondad es difusiva de sí. En efecto: ser poeta consiste, en ese punto del libro, en entregarse. Y si no, nada. Esta final armoniosa comunión de cosmos y existencia da, como fruto, pan de luz y de penumbra lentamente amasado. 

La palabra madurez viene a nuestra mente leyendo a Sergio y brota en nosotros una reconciliación con la vida. Sergio aúna metafísica del existir y escritura, cultura y moral, porque también escuchamos en él a los maestros y los maestros cobran sentido en él convirtiéndose en sabiduría para la vida y para el hoy. Su culturalismo es cuerpo vivo y no vacía erudición. 

Finalmente, la ambición de sentido y de altura -se trata de vuelo, no lo olvidemos- de este poemario nos hace recordar también a Alberto Magno cuando señalaba como una de las cualidades del verdadero arte la “grandeza”, ese afán por hacer algo, no grandioso, sino grande, generoso, a la altura de la condición humana, a la altura de la historia, a la altura de la altura que queremos alcanzar porque, en el fondo, y Sergio Navarro lo sabe, somos vuelo y ansias de azul.

 

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21
May
2017
Stefan Zweig, adios a Europa
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Zweig

Lo peligroso es que, al final de la película, te preguntas si en realidad no está sucediendo ahora.

En pleno ascenso del nacionalsocialismo, el escritor austríaco Stefan Zweig, el más leído autor en lengua alemana de ese momento -sólo detrás de Thomas Mann-, acaba de llegar a Brasil para iniciar una serie de lecturas y conferencias por toda América Latina. Ya no volverá más a Europa.

Su obra ha sido prohibida en Alemania. Numerosos artistas y escritores también judíos, como Zweig, abandonan el viejo continente ante lo que ya parece irremediable. El holocausto está a punto de ocurrir; la Segunda Guerra Mundial será el desenlace de todo.

Pero el aclamado escritor no quiere tomar parte. Aun cuando lo presionan para que denuncie lo que está sucediendo en su propia tierra, toda vez que él parece a salvo a tantos miles de kilómetros, se resiste abiertamente a denunciarlo. No cree que ello haga un bien a sus propios compatriotas -dice. Como escritor, la misión de su arte es diferente -dice.

Son, sin embargo, cada vez más las gestiones que tiene que realizar ante embajadas y consulados de toda América ante la petición de decenas, centenas de artistas que huyen desesperados, que buscan escapar de la persecución o la muerte. No puede escribir. Todo su tiempo lo emplea intentando ayudar. La realidad le abre los ojos: ¿qué importancia tiene mi obra comparada con esto? -dice.

La austera, racional, casi fría película, refleja la idea de paraíso que muchos escritores proyectaron sobre el hospitalario Brasil de ese momento. Un lugar donde pueden vivir los hombres y mujeres de distintas razas, religiones, ideas -dice.

Pero su corazón vive anclado en la angustia, en la desesperación, en el miedo. Su judaísmo le ofrece una esperanza contra toda esperanza. Pero, en el fondo, no tiene fe. Conocido es el desenlace de esta película absolutamente pegada a los hechos históricos: él y su esposa -no estamos destripando la cinta- se suicidan en 1942.

Y entonces, eso; te preguntas qué fue de Europa. Qué delgada línea separa lo que parece inconcebible, lo que una vez sucedió, de lo que está ocurriendo ahora. Lo que parece superado, de lo vuelve a asomar en tantos brotes de racismo, intolerancia, populismo y desenraizamiento intelectual.

La ausencia de pasión narrativa confiere a esta película de Maria Schrader un calado específico que, sin perder su verdad, se habría confundido con la mera emoción o la inmediata indignación. El discurso panfletario es un arma de doble filo.

La primera escena es un largo, larguísimo plano estático en torno a una enorme mesa repleta de flores. Es el recibimiento en el Nuevo Mundo. La última escena es, cinematográficamente, memorable, antológica; tan sumamente inteligente como simple. De nuevo un largo plano a cámara anclada. El sencillo uso de un espejo posibilita narrar lo que es mejor descubrir tan sólo en su reflejo. Alguien reza en hebreo. Las últimas palabras -las pronuncia un personaje menor que secundario: negra, mujer, criada- son un “Padre nuestro”. A la directora le basta para preguntarnos qué fue de Europa.

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16
May
2017
del hombre / que observa lo que no comprende y se estremece
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Onieva

Es un riesgo abordar algunos temas en poesía. Lo difícil ante ellos es resistirse a la atracción de ciertos polos, como pueden ser el sentimentalismo, el subjetivismo, la emotividad como reclamo, los lugares comunes. Hay que poseer el don de la mesura, ese equilibrio que mantiene a raya el pálpito inmediato pero, a su vez, no ahoga en la frialdad de la inteligencia la pujanza de las cosas verdaderamente sentidas. Dificilísimo, vamos.

“Vértices”, de Francisco Onieva (Visor 2016) es un poemario impecable y ejemplar en ese sentido. ¿Cómo ir más allá en estas cosas de la emoción sin sucumbir al confesionalismo sensiblero que aquello que tiene que ver con la propia biografía parece demandar algún tipo de lector? Perdón, que aún no lo he dicho y sin decirlo estos comentarios no se entienden: “Vértices” aborda, como poco, la paternidad del poeta.

Las hijas se convierten en patria: Sois la única patria / en la que vale la pena creer, leemos en un poema titulado “Blanca y Marta”, y que no necesita más de dos versos para estar pleno.

Ya aquí hay un elemento fundamental. El poeta está separado de sí. No mira su rostro. No le importa su imagen. Si algo queda de un “yo”, es su fuga. Si hay primera persona, lo es desubjetivada, mediada a través de quien ha salido de sí y se contempla desde los ojos de sus niñas -esto no es sólo un retruécano-, o desde los propios ojos, no ya desposeídos, sino luminosamente ofrendados, plenificados de don.

Es esa plenitud de saberse en el tú del otro la que madura también a nuestro autor, pues llega, de algún modo, a la experiencia de lo inefable, la que no puede ser transcrita, sino sólo testimoniada. Los poemas son una forma de mirar con los ojos cerrados, la manera de eternizar la dicha. No pienso en transformar la armonía en palabras. / Tampoco creo que sea posible.

Luego sólo hay que dejar que la poesía cumpla su destino. Y eso hace con el lector: la verdad vital que estos poemas nos regalan, lejos de apegarnos al ego, a la subjetividad excrecida, por medio de un ejercicio de plena madurez, ascesis y vigilancia intelectual del autor, nos mantiene en el espacio tensionalmente abierto entre la voz pronunciada/escuchada y el referente vital ofrecido/recibido. Este último es así trasmutado en referente literario universalizable.

Según el DRAE, "vértice" es el "punto en que concurren los dos lados de un ángulo".Dos realidades configuran ese vértice. Pero si pasamos al plano de le tridimensionalidad, como parece recoger el mismo DRAE en su segunda acepción, tendremos que "vértice" también es "punto donde concurren tres o más planos".Tres son ahora los elementos que entran en la constitución del mismo.

Los poemas de este libro se constituyen como verdaderos vértices en la concurrencia de las vidas, las del padre con las de sus hijas. Pero no sólo la vida, encarnada ya en poema, es fruto del encuentro, de la confluencia libre con el otro o las otras. Vértice es, igualmente, ese lugar donde se funde certidumbre e incertidumbre, lo decible y lo indecible. Y así -lo que hace de este un poemario absolutamente especial-, la escritura misma concurre en una dimensión ya tridimensional.

Porque estamos ante una obra que redimensiona, sin complicar ni oscurecer los diferentes planos de lectura, el hecho mismo del acto poético. Metaliteratura, metapoética, Onieva nos hace asistir a la difícilmente plasmable confluencia de ser, ser-en-otro y ser-escrito, constitutivos mismos del acto creador. Tres vidas en una sola escritura o tres escrituras en una sola vida. El padre engendra, pero el padre es engendrado como padre por y en el ser del otro, y, ambos, son en cuanto que acto de ser escrito.

Parece complejo, pero es sencillo. Parece sencillo, pero es complejo. Pocas veces una metafísica (de la paternidad, de la creación) tan elevada alcanza una claridad tan meridiana: La hibridación de tiempo y luces / habilita un paisaje que me exige cuentas. / Lo simplifico.

Lo más hermoso de este hermoso libro es que estas consideraciones pueden ser pasadas por alto perfectamente para quien prefiera prescindir de ellas, porque es cualidad de toda verdadera obra de arte hablar desde sí misma ajena a sus análisis. El arte sólo por el arte se conoce, el poema sólo por el poema se justifica: Os llamo con las palabras del hombre / que observa lo que no comprende y se estremece.

Y, de este modo, lo que tiembla, lo que está profundamente emocionada, no es una dimensión sentimental del individuo, sino la inteligencia toda transversal del entero autor y del lector entero.

Cuando la emoción es inteligente, la inteligencia ya es toda ella emoción. Lo cual conlleva ausencia de artificio, trucos, efectismo: Hoy vuelvo a mi habitación primera. / Todo parece estar en el lugar de siempre. / Incluso yo. / Por fin escribo de mí sin disfraces. / Es una inexplicable paz de fuego encendido.

Sólo queda dejar constancia de una cosa. Que este milagro (el que ocurre dentro del libro y el que el libro significa para nosotros, sus lectores), este asombro de ser sin ser, se desvanezca un día. Pues si la madurez y la paternidad ha llevado a Francisco Onieva a regalarnos estos poemas, también la madurez nos lleva a atisbar, cada vez más escueta y terrible, la certeza de la muerte: Y me da miedo mi alegría.

No importa. Esto es ya eterno: La lámpara apagada aún conserva el mundo.

También contra la muerte nace la poesía: Amarte es la resurrección de un hombre / que agradece los dones recibidos / —no sé muy bien a quién— / porque vivir es una invitación, / y no un crédito hipotecario.

Bienaventurado el don que Francisco Onieva ha recibido. Correspondan al Creador de todos los dones leyendo este poemario. 

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1
May
2017
Obreros de la palabra
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Historia de un alma -Antonio Praena

Esta entrada nace de un comentario que, con ocasión del día del trabajador, he hecho en Facebook y que ha provocado una animada conversación.

¿Debe cobrar un poeta, como obrero de la palabra, por leer sus poemas? En mi caso, es algo que contradice mis principios. Pero entiendo que yo, en mi voto de pobreza y sin tener un salario propio ni siquiera para comprar y "poseer" los libros que me gustaría, disfruto del regalo impagable de tener un plato de comida todos los días. Porque nuestros bienes, para mucho o para poco, son en común. Es una elección personal y, por lo tanto, no puedo contradecir ni juzgar a quien no ha hecho mi misma -rara- elección.

Ello me lleva a pensar que alguien entregado a la escritura y que no disfrute del regalo de los bienes compartidos por una comunidad conventual -que es mi caso- sí debería recibir su salario, por más que la poesía sea un don. 

Otra consideración distinta me merece que poetas cuya obra no ha tenido aún más trascendencia que la de ser una moda exijan 1.000 euros para hacer una lectura de 45 minutos.

En el debate de redes, hay quien ha recordado esa distinción entre precio y valor. Hay quien, como autor, señala que, si hablamos estrictamente de la poesía, es totalmente legítimo que un poeta cobre por leer: está ofreciendo algo valioso. Que sea inmaterial no reduce su valor.

El mismo José Martín Vayas, quien fue bastantes años responsable del CAL (Centro Andaluz de las Letras) nos ha recordado que el trabajo de un autor literario, incluidos los eventos como las lecturas públicas, debían ser remuneradas: “otra cosa son los actos que promocionan la presentación de un libro y buscan una mayor venta del mismo. En mi etapa como responsable del CAL así lo establecí”.

Por otro lado, un lector nos ha hecho notar que, “frente a la cultura del gratis total hay que exigir una remuneración, aunque sea simbólica, cada vez que se publica, que se leen poemas, que se realiza alguna actividad literaria. De lo contrario, solamente se contribuye a que la figura del poeta se desvalorice cada vez más ante la sociedad en general. Quien produce bienes culturales (como la poesía) tiene tanto derecho a participar de la economía como los demás, sencillamente porque no vive del aire.”

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29
Abr
2017
La vida enorme
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Xavier Rodríguez Ruera

Hay rarezas que nacen de la deliberación. Otras son, en cambio, rarezas resultantes de una manera diferente de relacionarnos con el mundo. Ningún juicio estético merecen a priori. Pero las segundas nos dejan unas ganas de saber más allá del propio saber poético, pues, aunque en su ficción la relación con la vida no ha de ser necesaria, también en su ficción la relación extraña con la vida puede ser una elección consciente.

Creo que “La vida enorme” (Témenos Ediciones, 2017), de Xavier Rodríguez Ruera, nos trae una rareza vitalmente aceptada. Y, aunque el contenido transcurra sobre materia literaria -un culturalismo sin pretensión y apariencia de tal,- es la textura de su gramática la portadora de autobiografía. Consciente o no de ello, esa es ya una aportación de este poemario.

Esta belleza rara es un servicio que nos hace Rodríguez Ruera frente a un panorama donde abunda la belleza del Photoshop, también los poemas Photoshop.

“Los poemas los escribe un yo al borde de la alienación que lucha por integrarse en el mundo”, se sinceraba el autor en un wasap con el epiloguista, Carlos Robles Lucena, quien consiente en la indiscreción de compartirlo con los lectores y se refiere a la voz de Xavier como una lírica de la reinserción emocional.

Y así, este “La vida enorme” traza un camino de vuelta, el de alguien que ha estado al borde del abismo y, desde allí, trenza con los versos una terapéutica soga tendida al muelle de la realidad. En ese muelle asoma Barcelona como ciudad madre, una Barcelona a veces histórica y mágica, otras desmitificadamente extraradial.

Desde la infancia de la primera parte a la última sección, habitada por una Ofelia Yonki y gentes que deambulan por el metro, atravesaremos la insolación, la desolación, la templanza marcada por la voz de Valente y una serie de estampas literarias en las que lo anecdótico se convierte en el punto de fuga.

Tanto en los versos más cenicientos como en los más atemperados, Rodríguez Ruera habla como hablan los ojos vivos de los peces muertos.

Este es un libro verdegrís, como el mar algunas veces que no son recuerdo. Están en boca de uno de sus personajes, pero estos versos bien podrían aplicarse el mismo yo entrecomillado del poeta: “Me gustan los libros complicados,/ las canciones sencillas, las mujeres/ con ojeras y los hombres/ que miran a los ojos al estrechar la mano.”

Su forma de encabalgar es un eco del laberinto de lagunas calles, quizá las más interesantes, las que un día desembocaron en la enormidad de una vida, la vida, para la que algunos poetas -me incluyo- no estamos preparados. “La vida enorme” dice eso: que la vida es enorme, que nos queda grande como vida, y que aceptar su llamada poética también nos queda grande. Sólo que algunos, de tanto caerse y levantarse en la trinchera de la comunicación y la incomunicación (pues ambas cosas son cosa de la poesía), consiguen, como Xavier, al menos recoger en la página la sombra de esta hipertrofia de sentido y sinsentido.

“Qué vida más jodida. (Canta
un pájaro).
Qué vida más hermosa:
pero brilla una estrella.”

 

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22
Abr
2017
Locas de alegría
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Dirigida por Paolo Virzì

De todo ha habido en lo que a críticas se refiere, porque algunas la ponían por las nubes y otras detestaban eso de que ni te puedes reír como en otras comedias ni puedes llorar como en un drama. Pues las dos cosas he hecho yo: reírme a pierna suelta y llorar a moco tendido.

Hablo de la película italiana “Locas de alegría”, dirigida por Paolo Virzì, un director prolífico al que parece importarle poco la corrección artística y está, sin embargo, empeñado en dejar constancia de cuestiones humanas de nuestro tiempo.

La cosa arranca en una institución para personas con problemas mentales en la que Beatrice tiene problemas de convivencia -quién no- y a la que llega Donatella, una chica joven envuelta en misterio. Beatrice delira constantemente: se cree una condesa y continuamente marca la diferencia con el resto, que son pobres, feas -en sus palabras- y no tienen clase ninguna. En todo se inmiscuye y a ratos no sabemos si está loca de verdad o, simplemente, los locos somos nosotros.

Pronto querrá hacerse amiga de Donatella. Y lo consigue, hasta el punto de que la relación entre ambas se convierte en la espina dorsal de la película que alza el vuelo cuando ambas emprenden una escapada, una aventura, un viaje a ninguna parte. Aunque quizá sí: el viaje a un lugar dentro de ellas mismas.

La cosa es que el guion tiene serios inconvenientes en lo que se refiere a excesos de casualidades, situaciones forzadamente traídas, momentos provocados más por la necesidad del director que por la historia misma. De ahí las críticas negativas, que no se dan cuenta de que al director estas cosas le importan muy poco porque su objetivo es otro. Entonces descubres que la película en realidad es un gran pretexto, una parábola, para decirnos otra cosa; esto: una amiga, una sola amiga, basta para encontrar la luz en la locura. Y ya está. Y es emocionante hasta los tuétanos.

Por lo demás, pues alucinar de admiración ante el inmenso, inmensísimo papel de Beatrice, interpretado por Valeria Bruni Tedeschi, sin la cual esta gran locura se vendría abajo. Si se tiene la suerte de verla en versión original, se aprecia el método seguido que, según una amiga con experiencia en esto, consiste en echar a andar el personaje mucho antes de que comience la sesión de rodaje y dejarlo seguir un buen rato después de que se apaguen los focos.

Por otro lado, destacar el trabajo actoral, eso que se nota en escenas corales en las que la cámara se carga al hombro y se sumerge en el rollo montado por los actores para que luego el espectador reciba algo intangible, un elemento imposible de planificar y que brota de la manera en que el grupo ha trabajado su relación fuera de plano. Procesos creativos que dan un sabor especial a esta cinta, a pesar de sus defectos. ¿Qué importan estos, cuando a cambio nos queda esa huella de amistad y de locura, dos naturalezas en una misma vida?

Una chifladura memorable. No os la perdáis.

 

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20
Abr
2017
La simiente del fuego
3 comentarios

Ramiro Rosón

Se cruzan en mi mesa de lectura (bueno, no es una mesa, sino un palé que recogí en la calle) los dos volúmenes de “Teoría de la expresión poética”, de Carlos Bousoño, obra considerada como la última gran publicación en español que abordó el hecho poético en sí, y la presencia paciente de poemarios de jóvenes autores, alguno de los cuales ha despertado mi interés desde una primera cata.

Vayamos hoy con “La simiente del fuego”, de Ramiro Rosón (coeditado por Idea y Aguere). Lo primero que llama nuestra atención es la elegancia reposada y clara de este poemario; una escritura madura para la edad de su autor que denota cómo el saber hacer está asimilado y es hora ya de trascender la hacia el riesgo de la propia voz y el propio universo poético.

Ramiro Rosón parte de una escritura clásica y formalmente contenida que da primacía al contenido sobre la forma. Quizá precisamente porque tiene algo importante que decir.

En efecto, sorteando esa tendencia juvenil a llegar y querer parecer poeta, que nos afecta cuando somos jóvenes, esa tentación del “miradme, soy joven, terrible y nunca habéis escuchado algo parecido” por la que todos hemos pasado, a sus escasos veintitantos, Ramiro Rosón mira sin prejuicio ni complejo la condición trascendente del mundo y el ser humano, incluyendo su realidad religiosa, con la particularidad de que, a pesar de los indudables matices cristianos que presenta, no sabemos y no nos importan las creencias del autor: Ramiro ha erigido un texto verdadero que se sostiene en sí mismo.

Al arte le basta el arte en cuanto a arte se refiere. Recogiendo lo que Bousoño manifiesta en el citado clásico, “el narrador poemático es un sueño del autor sin comillas, y el `autor´ entrecomillado es un sueño del lector”. Lo que, en otro orden de cosas, viene a significar que “la relación entre poema y vida se parece a la relación que media entre dos líneas paralelas, que sin tocarse nunca, cada una de ellas sigue las evoluciones de la otra”.

El hecho es el poema y está ahí. Rosón llega a él por la vía poética misma, al margen de la especulación, la cual, en poesía, suele y quizá debe ser un "a posteriori".

Y ya que este blog pretende explorar la posible relación entre arte y fe, resulta satisfactorio encontrar un acercamiento al hecho cristiano en campos ajenos al lenguaje y la simbólica tradicionales religiosos. En el fondo, es el argumento más consistente acerca de la validez del Evangelio y de la atracción que Jesús de Nazaret sigue suscitando sobre la mirada humana, en este caso, una mirada joven. Intuimos en los versos de Ramiro Rosón que no le condiciona lo que la teología pudiera pensar de su escritura, pero tampoco lo que el resto de las voces poéticas puedan criticar, un parnaso donde esconder las creencias o determinados vuelos trascendentes a veces es un requisito para medrar literariamente.

Está bien que así sea la independencia de Ramiro Rosón, porque la misión del poeta es otra bien distinta a la de agradar y triunfar. Nuestro vate vuela libre sin más alas que las de la búsqueda  y la belleza.

“La simiente del fuego” es un libro que, desde su título, asciende. Parte de bien adentro en la tierra, como la semilla, aunque pronto muestra su aspiración de fuego. Tiende el fuego a las estrellas, aunque en ese viaje se las haya de ver con la disolución. Al fin y al cabo, el vuelo es eso que queda tras lo que se marcha porque su esencia es movimiento.

Ramiro escribe desde su Canarias natal para, desde una situación de soledad personal y cierto aislamiento literario, huir y llegar al lector por la única brecha abierta, esa grieta por la que todo se escapa (hay una grieta en todo, nos decía Leonard Cohen) y gracias a la cual somos redimidos.

Cipreses, garzas, catedrales, bosques sagrados, vencejos; incluso las afirmaciones cristianas de la Resurrección y Asunción, desprovistas de categorías teológicas, dan tensión y magnitud a los poemas. Todo -desde la voz de las cosas a la interioridad del hombre que escucha y escribe- nos dice que es inútil acallar el llamado del Misterio. Lo cual nada de extraño tiene, a no ser su cualidad de absoluta otredad. De lo contrario, no sería misterio y no estaríamos así, más fuera de nosotros mismos que dentro.

Ser poeta es encontrar preguntas y Ramiro Rosón las encuentra. Luego no hay más que resolver el silogismo… Si bien, al avanzar por su obra, descubrimos que queremos más: que rompa más, que se desconozca más, que transgreda más los límites del discurso. Pero ello es promesa que intuimos cerca, pues es el mismo texto el que nos la despierta, y eso ya es milagro. En realidad, este libro recoge un periodo creativo de 8 años y se percibe en él la evolución y cada vez más clara conciencia de este autor pese a su juventud. Es un poemario que se sitúa entre “Tratado de la luz”, de 2008, y una inminente publicación en la que las intuidas evoluciones estéticas eclosionarán con fuerza. Lo esperamos.

Para contrapeso, concluyamos diciendo que el carácter sapiencial y limpiamente poético de este libro no excluye el compromiso más concreto y directo. Antes bien, éste es una conclusión directa y necesaria de la mirada contemplativamente laica de Rosón. Véase, si no, el poema “Inmigrantes”, con cuyos versos finales invitamos a la lectura de “La simiente del fuego”:

“Los hombres que los miren como espejos
lavarán las infamias de la tierra;
los hombres que los miren como espejos
serán alondras puras en el alba.”                            

 

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28
Feb
2017
A la luz de la luna, los negros somos azules. Moonlight
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Ahora todo el mundo habla de ella, después del accidentado fin de gala de los Oscar. No soy muy de Oscar. Es un escaparate y un gran negocio. No olvidemos que la industria cinematográfica es una de las mayores fuentes de ingresos de USA (la segunda, según algunas estimaciones), aparte de pieza clave en la acción cultural del país americano. Su forma de estar presente hasta en el último rincón del mundo, su manera de llevar a nuestros ojos lo que sus ojos ven.

Pero a lo que íbamos. Este año estaba especialmente descolgado, dada la abultada acumulación de estatuillas a las que aspiraba la sobrevalorada “La La Land”. Así es que este final accidentado en el cual pasó de ganar el galardón a la mejor película a haberlo perdido en favor de Moonlight me ha sabido a justicia poética.

Tenía pensado escribir sobre “Moonlight” desde que la vi. ¿Por qué ha ganado? Porque es una obra de arte llena de personalidad, épica y estilo frente al vacío retórico, el descafeinado guion y las interpretaciones acomodadas en busca de taquilla de “La La Land”, que es una película bastante mediocre, un producto de esos que hacen los especialistas puliendo hasta dar con los estándares que agradarán al público y asegurarán el taquillazo. Así de simple.

Moonlight, en cambio, es riesgo y personalidad desde el principio. No sabría delimitar su tema, y eso, en este caso, es un mérito, porque, si se tiene el talento suficiente, a veces el tema es la vida sin más. Y saber llevar vida al arte ya es mucho.

La identidad -¿quién soy?-, el precio que hay que pagar por ser diferente, la amistad, la bondad de algunos seres buenos que justifican este mundo, las contradicciones con las que siempre hemos de lidiar, las cosas que toda la vida hemos querido decir y no hemos dicho y son más parte de nosotros mismos que todo lo que hemos dicho, la infancia que nunca nos abandona y está ahí, condicionándolo todo, la ternura que buscamos en tantas decisiones como tomamos sin saber muy bien por qué… Todo esto, forma parte de “Moonlight” sin que tengamos la conciencia de que algo está ocurriendo.

Pero sabemos que las buenas intenciones suelen producir el peor arte. Por lo que este contenido habría podido producir un pestiño de no ser por el talento que rebosa esta cinta escrita por negros, dirigida por negros, interpretada por negros. Sí, ese talento es lo que la lleva a ser lo que es, un puro ejercicio de poesía completamente antipoética, es decir: realizada sin elementos líricos, estéticos, efectistas o sentimentales. Y, por supuesto, el magnífico empastado de las interpretaciones, ese elemento de comunión que intuimos en toda la obra y nos llega a los espectadores con intensidad. Hay momentos sublimes en su sencillez y sinceridad.

“Un día tienes que decidir por ti mismo quién vas a ser. No puedes dejar que otros lo decidan por ti”. No quería decir que Moonlight es una obra maestra, para no ponernos sublimes. Pero ya lo han dicho otros.

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