Este año que ya declina nos ha dejado libros muy hermosos. Uno de ellos, la última entrega poética de Katy Parra. Quienes la venimos siguiendo, recibimos sus versos expectantes.
Si a la precisión impoluta de sus estructuras y a la difícil claridad de una voz fraguada en mil batallas los ponemos contra las cuerdas de lo que de verdad importa, el resultado es este “Licencia para bailar” (Valparaiso). La madurez desde la que dialogar con la madre y la muerte, con la hija que no ha sido y la misericordia pendiente. Un poemario donde sobrevivir y arder son la misma cosa para, aun así, convertir tanta desolación en canto y baile últimos: la macabra y hermosísima danza de la muerte. Katy Parra nos ha traído hasta aquí para salvarse y salvarnos de toda rendición.
Encontré cierta explicación al resultado formal de la poesía de Katy cuando supe que, entre los múltiples oficios de nuestra autora, está el saber de confección. Se trata de medir, cortar, componer, armar piezas de una realidad que no existe y que, sin existir, impone su medida y su figura final sobre el completo proceso creativo. Y hacerlo de tal forma que la diversidad de piezas, formas, medidas, texturas y colores confluyan en un resultado final en el que nada sobre ni falte, adaptada al cuerpo, útil a la vida a la vez que inútil en cuanto inútiles han de ser las cosas que juegan orden de belleza y de sentido.
Como la costura, la poesía es un arte más sapiencial que académico. En ella hemos de lidiar con las materias más dispares en orden a una misma pieza: cremalleras y encajes, gomas elásticas y ribetes, retales de rústico vaquero sobre las que superponer tulipanes. Así son los poemas de “Licencia para bailar”: sin concesión a un mal corte, siguiendo un muy exigente patronaje, dando cabida a materiales corrientes junto a fondos, motivos y pequeños elementos cercanos y contemporáneos.
Katy Parra es, además, maestra en el arte de ayudar a otros poetas a encontrar su voz. Sin embargo, aquí tiene el buen gusto de no pasar por tal, pues prefiere despeinarse, arrugarse y disimularse a sí misma para que, finalmente, el suyo sea un arte destinado más a quien haya de vestir el poema que a la vanagloria de la sastra.
“Licencia para bailar” está dividido en dos partes: “Canciones para un lunes sin recreo” y “La danza de las cosas” respectivamente. Musicalidad y danza son una marca de la casa, porque, si la poesía de Katy tiene un distintivo reconocible, es la interiorización de un ritmo naturalizado hasta la sensación de esa facilidad sólo conquistada en muchas horas de lectura y ejercicio.
Ya la concepción del libro nos sitúa en el marco de las danzas de la muerte que hunden sus raíces en la tradición medieval. La muerte acude a estas páginas y nos introduce en su danza, una danza de la que sabemos no vamos a escapar.
Sin embargo, nuestra poeta no calca la tradición sin más, sino que la recibe enriqueciéndola. Y es que en este libro la danza de la muerte no es distinta de la danza de la vida: “la vida es una danza”, nos dice, y esa danza que es la vida y todas las cosas que en ella se mueven, nos mueven y nos nombran, es la misma danza que nos arrastra en su ebriedad hasta el final de ella misma, que es la muerte.
Apenas hay línea perceptible que divida vida y muerte. Porque es la vida quien nos muere y no es la muerte sino el final del baile. Claro, con tal que hayamos aceptado entrar en su frenesí, en su convulsión, la cual tanto extasía como agota, tanto nos desgasta como nos reconstruye. Hasta el punto de llegar a descubrir que somos esa danza de vital muerte o de mortal vida. Y no salir a la pista es no haber vivido, no haber sido.
Lo interesante es la manera en que esta irrupción temática concurre a la voz de Katy sin traicionar su estilo, sino afirmándolo y haciéndolo aún más “katyparriano”: permanece y se acendra la ironía que, a pesar de la mayor testimonialidad de algunos poemas -notamos a veces una nueva influencia, la de Javier Egea-, ejerce su contrapunto mediante el distanciamiento objetivador necesario para esquivar el patetismo, la autocomplacencia o el recurrente tono “sepia” tan frecuente en los poetas que se asoman a su propia vida a cierta altura del camino con perspectiva de balance.
En una especie de personal “futurismo” (esa corriente de las vanguardias que nos decía que un automóvil que ruge es más bello que “La Victoria de Samotracia”) nuestra poeta deja también constancia del baile de las cosas. Y así, los alfileres, un ojo de cristal, un guardarropa, un espantapájaros, retratos, calabazas, enanos de jardín o estatuas de un parque pueblan la segunda parte de este libro. Son, en definitiva, un inventario, un testamento postmortem de cosas premeditadamente intrascendentes para que el efecto sea más intenso por contraste.
¿Quién no ha querido ser espantapájaros, un espantapájaros rebelde contra la espantapajarorología y así, en vez de ahuyentar gorriones, darlas de comer, ser amigo de ellos, escuchar su canto? Si la respuesta es negativa, difícil está ser poeta.
Así es Katy Parra Carrillo. Así queda escrito para después de la muerte en este baile de la muerte tan licencioso con la vida.
Ir al artículo