Después de un tiempo ausente de este blog por problems técnicos –pido disculpas, podía haber escrito desde un cíber-, vuelvo. Y quiero hacerlo con uno de los poemas del libro que me tiene el sueño quitado, pues avanza muy lentamente. Ese libro aún no tiene título. Pero quiero compartiros un poema, un adelanto, a ver si así gano vuestro perdón.
El poeta conferenciante es bueno. He venido a escucharle porque me gusta su poesía.
Entre él y el presentador –que se entromete demasiado- han citado ya siete veces a San Juan de la Cruz. Bueno, genial.
Pero es que –en ocasiones sin venir a cuento- tampoco cesan de decir que no creen en una religión personal:sí a la espiritualidad, sí a la mística...
Luego que si el poeta es un ser siempre en contacto con el misterio, que si un ser que capta lo invisible... Y cita a Rothco. Y lee un buen poema sobre Rothco:
Rothco tiene la cualidad
de ver las cosas como son...
Pero eso de las religiones, de las verdades... que no, que no.
La oyente de los enormes pendientes triangulares entrecruza los dedos de sus manos bajo su mentón, se acurruca en su asiento, inclina un poco la cabeza, musita con los labios y hace gestos de asentimiento: así es, como yo pensaba... Parece rezar.
Pero me pregunto: ¿a quien le rezará?, ¿a la idea transcendental de la poesía?, ¿a la hipóstasis divina de la belleza?, ¿al espíritu transtemporal de Rothco?, ¿al polvo sideral imantador de corazones? ¿Quién la escuchará? ¿Qué rostro tiene en sus entrañas dibujado? ¿Cómo se llama?
Amigo poeta, señor presentador entrometido, amiga orante: su hasta siete veces nombrado Juan dela Cruz amaba unos ojos en sus entrañas dibujados, con nombre, día y lugar de nacimiento, sangre, piel, raza, religión, seguidores malos y buenos... Todo lo demás sí que no es más que nuestros sueños o vacíos proyectados sobre un plano infinito (Feuerbach).
Es un don amargo la belleza. Ya lo decía Terenci Moix. La belleza puede ser cruel, tirana en quien es demasiado consciente de que la tiene.
La belleza abre puertas. Subyuga las voluntades de los fuertes y los débiles. Convoca vasallajes. Hipnotiza inteligencias. Desarticula defensas.
La belleza alcanza a ser terrible. Según alguna teoría, en estas coordenadas se entiende la alianza entre belleza y religión: la belleza como rayo de lo divino y cárcel de la libertad.
Para un poeta actual, J. A. González Iglesias:
Rara vez la belleza es subversiva. Rara vez la hermosura es calidad moral. Sólo en el equilibrio cuando ya no es belleza transmitida y todavía no es belleza transmisible, cuando es sólo mensurable con las manos de otro.
Si en la más reciente modernidad la inteligencia lo era todo, hoy la inteligencia es sólo el adorno de la belleza. Y, a veces, prescindible. Si eres bello, si creas belleza, el mundo es tuyo.
¿Cómo escapar a sus cadenas? ¿Cómo no ser abducidos? ¿Es lo mejor echarse en manos de lo feo?
No. Belleza obliga a misericordia. Aun cuando hayamos de cruzar los tramos de lo terrible.
-No, no, platónica yo nunca he sido. No sé qué quieres decir. Pero simpre le ha dado mucha importancia al cuerpo, a las cosas materiales...
-Me refiero a eso que dices de que una buena canción se encuentra, no se compone.
-Pues sí, lo mantengo. Te puedes pasar meses buscando la inspiración y, de repente, encuentras una melodía que suena sola. Cantas dos estribillos y el resto sale solo, viene una nota detrás de otra. Te lo va pidiendo. Es raro, pero es como si estuviera ahí, escondida. Tú te encuentras una esquina y sólo tienes que tirar para que salga el resto. Como tires demasiado fuerte, se rompe... Es algo que está y que se encuentra.
-Pues ahí tienes, Ángela. Eso no se diferencia de lo que dicen los platónicos. Que las ideas existen, ellas solas, en su mundo.
-Creo que simplificas mucho, pero si quieres verlo así, vale, soy platónica. Me da igual. Lo importante es que llevaba meses sin hacer una maldita nota, y en un segundo, sin buscarlo, se me apareció esta canción.
-Serán cosas de la mente. Del inconsciente, que trabaja sin nosotros.
-Déjate de chorradas. Sólo digo que hay que saber escuchar. Que el arte es más saber escuchar y percibir que inventar. Para ser artista hay que tener la mente limpia, los ojos limpios. Así es como se ve y se encuentran las cosas.
-Pues hay mucho artista que es muy mala gente. Vamos, pero mala, mala gente.
-A lo mejor es que su arte es la única parte de sí mismos que les queda para ser buenos. A lo mejor es el margen al resplandor que aún tienen donde fulgura todo lo bueno que se les ha ido cayendo por la vida.
Está anunciada en todos sitios: en las paradas de autobús, en las vallas de los centros comerciales, en los kioscos. Es la última película de Javier Fesser: Camino –el mismo título de la obra del fundador del Opus Dei- es la niña protagonista. Su historia es la de quien, con apenas 14 años, ha de enfrentarse a un terrible cáncer que acaba con su vida.
Se pueden decir muchas cosas de la película. La verdad, casi todas están dichas.
Pero a mí me interesa una. Esta: ¡qué difícil debe resultar a quien no tiene fe entender, aceptar que la fe existe! Porque el argumento de la película se sustenta en que, mientras la mayoría piensa que Jesús, a quien Camino ama, al que llama constantemente, es Jesús de Nazaret, el espectador sabe, porque el director de la película se lo cuenta, que ese Jesús no es más que el compañero de teatro del que Camino se ha enamorado.
Claro. Así las cosas, la fe de Camino es, en realidad, un cuento de hadas. Y todos los que leen la santidad en su vida y en su forma enamorada de enfrentarse a la enfermedad están equivocados. Se engañan. Lo que podría ser la forma heroica de dar sentido al dolor y al cara a cara con la propia muerte no es más que un cuento de hadas que nosotros –los listos, los privilegiados: ¡oh adulado espectador!- podemos desmitificar y, por lo tanto, desenmascarar. Es más fácil creer en un cuento de hadas que en Dios.
Dios no existe. Fesser lo dice de diversas formas. Pero la más cinematográfica es cuando, al final de la peli, se proyecta el super 8 que el padre de Camino ha grabado. Ahí, al enfocar hacia la butaca donde Camino decía que estaba sentado Jesús, aparece un vacío. Una butaca vacía.
Hay escenas de fuerte impacto. Interpretaciones increibles. La historia está bien contada. Consigue enganchar y emocionar. Pero, en gran parte, lo hace gracias a trucos y chantajes emocionales. Por ejemplo, su maniqueísmo y la caricaturización.
Siento que algún amigo mío de la obra podría sentirse vulnerado. Porque él no es como la película pinta a los numerarios. Es un tío genial, encantador, luminoso y un hombre de su tiempo y un gran poeta que conoce y valora todo tipo de poéticas al margen de sus creencias.
Hasta el 6 de enero podremos disfrutar en el Museo del Prado de la exposición Rembrandt. Pintor de historias. Es una ocasión única para ver reunidas, si no las mejores obras del pintor holandés -es casi imposible reunir sus mejores obras en una exposición- sí un grupo más que importante.
Se abre la exposición con un autorretrato de juventud y se cierra con otro en edad anciana. Entre la petulancia, la pretenciosidad, la autoexaltación de un joven ambicioso y la decrepitud, la simplicidad, la depuración de un anciano al que la vida ha golpeado, transcurren todas las historias pintadas.
Sin duda, el último autorretrato, el del anciano Rembrandt pintado como Zeuxis, es mi favorito. Porque el estilo se sale de su tiempo brutalmente: la pincelada gruesa, deshecha, completamente libre, la pintura a golpes de emoción, sin pretensión de detallismo, la masa empastada casi sin mezclar, el aspecto inacabado... parecen más de un pintor del siglo 20 que de uno del 17. Y, sin embargo, ese anciano se autorretrata sonriendo, con los ojos abolsados del que ha mirado mucho y ha llorado más. Es alguien a quien no le importa ya caer bien o pintar un bonito cuadro para colocárselo a un marchante.
El fondo, la forma y la intención se funden en una pintura que parece hecha en dos brochazos. Pero dos brochazos cuyo aprendizaje nos ha llevado toda la vida.
Rembrandt era un pintor de las emociones. Algunos de sus cuadros parecen inacabados, o, mejor, acabados justamente cuando el artista ha conseguido plasmar la emoción que perseguía. Su religiosidad está presente más allá de los temas. Está presente en la manera en que su estilo se va depurando y profundizando, haciéndose cada vez más libre y a la vez más universal.
Llevado a la vida cotidiana, el detalle es una actitud moral. Una forma de estar en el mundo como quien sabe que se encuentra en un jardín muy muy frágil por el que tiene que caminar con delicadeza, cuyas flores debe rozar con suavidad, cuyo equilibrio entre silencio y gorjeos no debe romper.
Ellas, nuestras hermanas dominicas contemplativas, saben del detalle como forma de vida elocuente por sí misma, sin demasiadas explicaciones. Pues un detalle dice siempre más de lo que dice, y esa es la grandeza de su pequeñez.
Guardan los pañuelos que les regalan. A veces compran varias cajas. No son caros, valen muy poco. Y son el regalo que nos hacen en momentos señalados. Pero ellas los transforman en objetos de valor incalculable, pues con una paciencia infinita bordan nuestros nombres. A veces cada pañuelo tiene un tipo de letra diferente, o un dibujo, o un escudo que lo hace irrepetible.
Como son pobres, se regalan a sí mismas. Su tiempo, porque somos tiempo.
A veces, cuando un ataque de tristeza prende en mí, echo mano al bolsillo y siempre encuentro un detalle que enjuga mis lágrimas.
Ojalá la carne de un ser humano viviente prenda en ti, en tus entrañas, como ha prendido ya la causa de la muerte en tus ideas. Ojalá un ser humano comience a vivir en ti purificando tu existencia desde lo más hondo de tu cuerpo. Transustanciándote. Y que en las horas en que sientas su carne moviéndose dentro de tu carne, por un instante, por un instante solamente, percibas lo terrible que ha de ser colaborar a la detonación de un ser humano, aunque sea detonando su existencia con razones, argumentos. Colaboracionismos. Que te dé miedo y que sientas el escalofrío de pensar, de sólo imaginar, lo insoportable que es perder a alguien de carne en esperanza concebido y para el amor alumbrado.
A veces la justicia roza por sí misma su injusticia: ponerte en libertad para que concibas: ¡que metáfora de la vida ¿verdad?! Pero ¿sabrás vivir hasta el final esta metáfora? Es decir: ¿sabrás hacerte libertad (o, lo que es lo mismo: dejar de sembrar muerte), libertad tú misma para que se engendre vida en el mundo, ese útero inmenso que a todos nos alberga, nos lleva, nos alimenta, nos extasía?
Roza a veces la justicia la línea del agravio. Pero tanto más fuerte es esa justicia cuanto mejor sobrevive a la debilidad de ser coherente con ella misma. En la debilidad se hace fuerte (esto me suena a algo). En la magnanimidad, acredita su terrible sentido común y su razón de ser al servicio de las personas. Aunque tú no llegues nunca a agradecerlo ni consideres legítima la justicia que te juzga y que no sólo con rectitud te trata, sino hasta con misericordia.
Te va a nacer una criatura, si Dios lo considera bueno para ti. De las más duras cepas brotan frutos dulcísimos. La vida es desproporcionada, ya lo ves: ¡qué largo y arduo el tiempo para que una vida agarre frente a las décimas de segundo en que varios cuerpos se detonan!
Si llega alguna vez tu hijo a abrazarte, todas tus indirectas víctimas te abracen en él, te perdonen, te rediman. Y que se vuelvan besos las balas, y te estremezcas al pensar, al intuir tan sólo, cómo duele que nos conviertan en ceniza lo que tanto costó agarrar a la vida.
Está muy lejos de ser la mejor película de Woody Allen. No escribo para recomendarla. Pero sí porque va de artistas atrapados en su propia insatisfacción vital. Gente de esa generación sobradamente preparada que, desde pequeños, han aprendido idiomas, música, pintura... Autónomos, desenvueltos, librepensadores, se mueven por todo el mundo en busca de experiencias. Tienen sus propios criterios morales. Viven relaciones sentimentales y sexuales sin a prioris ningunos. Pero en sus vidas, después de cada nuevo ciclo, reaparecen una insatisfacción y una infelicidad de tintes crónicos.
No son los seres angustiados, desesperados, dramáticos de la literatura clásica o existencial. Lo tienen todo. Son brillantes. La vida no es problema para ellos, ellos mismos no son problema para ellos, la sociedad no es problema para ellos... pero la falta de concreción del problema es el problema mismo.
Son esos jóvenes, bien metidos ya en los treinta y muchos años, a los que nos han preparado para conquistar el mundo, sin drama, de buen rollo, con todas las oportunidades, superando los traumas a golpe de autoanálisis, pero incomprensiblemente insatisfechos.
Porque al final, el problema es haber cerrado el horizonte a la trascendencia, olvidando que lo que hace verdaderamente bella la libertad es la posibilidad de comprometerla. Que lo que hace verdaderamente hermoso el conocimiento es la aceptación del misterio que lo trasciende y lo funda. Que lo que hace verdadero amor al amor es su gratuidad y, como decía Balthasar, hasta su inutilidad. Seguro que muchos no estáis de acuerdo conmigo.
Encuentro cada vez más verdadera esa expresión que acuñó Pablo VI y que tanto repitió Juan Pablo II para referirse a algunos aspectos de nuestra cultura como cultura de muerte.
Hay unas vetas, unos filones culturales, que se recrean en la muerte por la muerte como tema y como lenguaje artístico. Ya le dedicamos un post aquí al desengaño que el crítico Donald Kuspit sufrió con parte de los artistas a los que antes él mismo ayudo a encumbrar.
Ahora vuelve Damien Hirst con sus animales conservados en formol. Al menos esta vez se ha ahorrado diseccionarlos, lo cual, no nos engañemos, es una forma de hacer mas comerciales sus creaciones. Y así, mientras los mercados bursátiles caen uno tras otro, Damien Hirst, quizá el más conocido de los llamados jóvenes artistas británicos, va y gana 200 millones de euros en 24 horas subastando obras realizadas directamente para las salas de subastas, sin mediación alguna de las galerías de arte. Los detractores de Hirst siempre le han reprochado su excesivo amor al dinero: no sólo de escándalo vive el hombre.
No es ocasión de hacerle más caso del que merece este artista o taxidermista. Tampoco me escandaliza ver animales en formol, lo cual ni siquiera es novedoso como estética, ya que el colgar animales muertos y disecadoscomo objetos de decoración o como trofeos es algo bastante viejo.
Sí que es escandaloso que se lleguen a pagar trece millones de euros por, por ejemplo, el becerro de oro, la obra estrella de la nueva colección. El nuevo becerro de oro de este mundo no es el arte. Es el dinero. El que sale perjudicado es el arte.
También es escandalosa la recreación en los aspectos más escabrosos y pudrientes de la muerte de otras de sus creaciones más antiguas. Pero bueno, a lo mejor su única genialidad consiste en ponernos delante de los ojos algo que es parte de nuestra propia realidad. Materializar en esculturas la parte de cultura de muerte que nos toque y no siempre vemos. Construir con oro el ídolo al que ya adoramos y, encima, volvérnoslo a vender en formol.