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Me he quedado sorprendido al saber de la muerte del poeta mallorquín Miguel Ángel Velasco. Sobre todo porque era muy joven y porque había alcanzado en sus últimos libros un grado de madurez poética y un estilo de cantar que prometían un aún mejor.
Una de las fuentes de creatividad de Velasco eran los estados de conciencia alterados por la experimentación con fármacos y otros derivados. No creo que eso le quite valor a su obra, de ninguna forma, pero sí me hace sentir obligado a expresar que al artista, a cualquier artista, no se le debe aplaudir condescendientemente toda extravagancia. Navegar hacia mundos extraños por extraños caminos que están dentro de este mundo bien puede suponer una experiencia revulsiva para la voz y para la mirada. Pero hay mundos en los que no, definitivamente no, el hombre no puede sobrevivir. Porque el ser humano, y menos el poeta, no puede sobrevivir en un mundo de mentira.
Quiero llamar la atención sobre el hecho de que el mejor libro de Velasco empezaba así:
Eli, Eli, ¿lama sabactani?
(Mt. 27,46)
A Miguel Ángel le llamaba y le incendiaba una luz hermosa a la que no podía sustraerse. Pero creo que tan sólo ahora ha encontrado el camino verdadero hacia la luz verdadera. Y sobre todo, por encima de todas las cosas, nos ha dejado palabras encendidas e inolvidables. Esa es la gloria que ha emanado de los daños de su vida.
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(Para la inicial de Cristo en el Libro de Kells)
Encumbrada en espumas
se yergue intemporal la rosa atlántica,
santa roca de brumas, isla célibe,
insigne baluarte
de una fe sin abrojos, a resguardo
de la tiara y el sínodo.
Solar de bendición donde germina
la semilla de oriente,
en buena vecindad con los ancestros
del caldero y el muérdago.
El monasterio alumbra en su fervor
de vida apaciguada
el minucioso arte
de la caligrafía, atesorando
la sapiencial cosecha de los siglos:
sagradas escrituras y profanos
latines que le cantan
a la miel esencial o a las simientes.
Reposan en la calma del pupitre
los útiles devotos: finas plumas
de ánsar, indicadas
para darles su vuelo a los contornos
de las capitulares; el compás
que libra a su vaivén
la línea de los mundos;
la tinta y los pigmentos, destilados
de la maceración de las raíces
y de los minerales:
rojo de plomo, verde
de cobre, oropimente
luminoso de arsénico, y colores
de remoto linaje:
azul de Armenia o púrpura de múrice.
Un monje oscuro inclina su paciencia
sobre la claridad del pergamino.
Hoy le ha negado al sueño
su diezmo, y otro día le sorprende
arrimado al calor del manuscrito.
Suave luz ilumina de alborada
esa bruñida hoja
en que una piedad íntima celebra
un alto Advenimiento,
y en el pincel se enciende un arrebol
virando en noble grana que perfila
esa inicial esbelta del Ungido.
La cruz que multiplica
una constelación de pan de oro
y el rápido tonel de la abundancia.
Cruz ufana de luz,
adamantino eje, gozne puro
sobre el que gira en rotación acorde
la planetaria súplica del tiempo.
Alcándara del cielo, firme lanza
a que se unce el carro de la noche
para la voluntad de un Cristo auriga
en su revolución de sol clemente.
Amparo de galernas,
cruz en áncora.
Anzuelo
para la boca sorda de la muerte.
De La miel salvaje. Visor, 2003