May
Vívelo!
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Me gusta este tipo de presentaciones que se pueden hacer con estos programas informáticos y una sencilla dosis de creatividad. Llegan bien, son pedagógicas, directas y divertidas. Lo serio no tiene por qué estar reñido con lo divertido. Antes bien, ponernos muy solemnes puede esconder a veces la realidad de no haber captado el profundo mensaje de alegría y sencillez que hay al fondo del Evangelio.
Sigo pensando que uno de los aspectos que más delatan la experiencia de fe y su relación con el mundo en que vivimos es su forma de representación artística y, desgraciadamente, si echamos un vistazo al reciente panorama, encontraremos desagradables sorpresas: vuelven a estar de moda imágenes de Jesús empapadas de almíbar, de afectación. Algunas hasta la cursilería. Ni el siglo 19, con toda su escayola, dio imágenes tan malas.
Al contemplarlas uno siente que prefiere las imágenes del barroco, esos cuadros, conjuntos y tallas que llegaron a expresar profundamente muchos de los misterios de Jesucristo. Pienso en Velázquez, en el Greco; en las esculturas de los Mora granadinos, en Martínez Montañés, en Mena, en Mesa y hasta en Salzillo. Sí, sí, ya sé: son tridentinas, barrocas hasta la médula. Pero, ante las actuales imágenes de Cristos rubios, acaramelados, de piel tersa y labios repintados, pestañas rimeladas y auras sobre fondos “al aerógrafo”, las prefiero. Al menos supieron plasmar en una obra maestra el temblor humano transido de divinidad que se encuentra en los momentos fundamentales de la vida de Jesús. Y el aún refrendo del pueblo, incluso de personas no creyentes, manifiesta que estos maestros supieron representar la humanidad profunda que se encuentra en la divinidad más honda. Esos artistas habían aprendido de Grecia, de Roma, de la calle, de los iconos de Oriente. Los de ahora parece que sólo han practicado con photoshop.
Esas imágenes que hoy en día se reproducen profusamente en postales y pósteres me hablan más de un pietismo individual y fácil, cómodo y alienado, ni humano ni divino. Ni dialogan con la tradición del arte ni con sus nuevos lenguajes. No les encuentro ni entrañas divinas ni tripas humanas.
Pero, tratando de sacar provecho de estas cosas, diré al menos que nos ponen ante los ojos –y nunca mejor dicho- la forma en que a veces nos relacionamos con Jesús e interpretamos el misterio del ser humano a la luz del misterio de Dios.