Ene
Valente
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En este 2009 José Ángel Valente habría cumplido 80 años. Con ocasión de ello, se preparan publicaciones, programas divulgativos, homenajes… Su obra merece cuanto se haga por mantenerla viva.
Escribo aquí de ello por tres razones: porque una amiga me ha señalado la conveniencia, porque su obra fue cada vez más y más adentrándose en las tierras de la mística y de Dios y, finalmente, porque con un breve poema resolvió, para mí, la dialéctica entre la palabra y el silencio poético.
¿Callar? ¿Cantar? ¿Las dos cosas? ¿Ninguna de ellas en algo que supera a las dos y que no sabemos lo que es?... La dialéctica entre poesía del silencio y poesía como arma cargada de futuro estaba ahí. Y ahí sigue. Seguirá siempre. Pero un episodio en la vida de su hijo -la vida, como siempre, excediendo a la literatura- le arregló de un golpe esta dialéctica de aparentes contrarios. En realidad no fue un episodio, fue la muerte del hijo, Antonio, por sobredosis en París.
Valente entonces escribió
Ni la palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vivieras.
Ninguna de nuestras estúpidas obsesiones le devolverá la vida a alguien que se ha muerto. Tan poca cosa es el cantor.
Si al menos pudiera servir para convencer a alguien de mantenerse en la vida un poco más, unos minutos más, podría el poeta cantar sin vergüenza. Podría justificar la inutilidad de su oficio.
Sólo Dios canta para los vivos y los muertos.