Oct
Un Nobel para Fangoria
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Una lejana pariente los lucía orgullosa en su salón. Encuadernados en cuero negro y letras doradas, aguardaban una futura jubilación para ser leídos. No sé si desde entonces -hace ya bastante de aquel salón de “petit point”- habrá actualizado todas aquellas obras completas.
Me pregunto, en todo caso, si para completar la colección no habrá de encuadernar el último Nobel de literatura en formato mp3. Si, cuando vaya a buscar las obras completas de Bob Dylan, no la enviarán a la sección de discos. Si, en mi próxima visita, no me comentará que en el volumen tercero de las obras del último Nobel ha descubierto un “temazo”.
A mí me parece bien este giro de guion de la Academia sueca para despiste de señoronas que muestran, como prueba de nivel cultural y social, los volúmenes de autores cuyos nombres no sabemos pronunciar ( Sully Prudhomme, Verner von Heidenstam, Karl Adolph Gjellerup, Henrik Pontoppidan, Wladyslaw Reymont, Frans Eemil Sillanpää, Pär Lagerkvist…) pero que han ganado el Nobel y están reunidos en su salón.
Porque hace tiempo que está desdibujada la frontera entre alta cultura y cultura popular. Preciosas y costumbristas acuarelas enmarcadas en brillante neobarroco y vendidas en galerías para nuevos ricos no pueden compararse con grafitis cuyo formato discontinuo y callejero no puede ser enmarcado ni adquirido.
Y con la literatura igual. La poesía -este último es, una vez más y serán muchas, un Nobel poético- nació como canto callejero. Ahí están Homero, los juglares, los Serrat. Encontrar un lenguaje poco grandilocuente y unas imágenes renovadas es, para un poeta, un quebradero de cabeza.
Lo fácil es ponerse altisonante y repetir mitos o paisajes de “insuperable grandeza”. Pero utilizar una bolsa de plástico arrastrada por el viento, una grúa, un arcén de carretera sucio para hablar de la vida, no parece tan evidente. Al menos para gente que quiere ser tenida por culta.
Y este Nobel a Dylan parece significar eso. El problema surge cuando piensas en los candidatos que se han quedado sin él; en si este premio, que debería consolidar y dar a conocer patrimonios literarios que merecen universalizarse, no cae, de este modo, en una cierta táctica efectista. De hecho, lo ha conseguido: todo el mundo habla del Nobel y no sé cuántos hablan de la poesía de Bob Dylan.
Por eso -y ahora me permito yo el giro de guion-, mi pregunta es si realmente el Nobel es tan importante. Si, en versión ultra actualizada, no somos todos un poco como mi pariente y, dándonoslas de modernos, no nos movemos, como ella, un poco a golpe de premio famoso, de letra dorada, de actualidad cultureta.
Y no porque no haya buenos libros o discos premiados, sino porque hay autores y artistas de gran calidad más allá de lo mediático y el reto es descubrirlos, hablar de ellos, reconocerlos y compartir una obra que puede enriquecernos.
Pero claro, para eso hay que leer, visitar exposiciones fuera de circuitos, escuchar más allá de los 40 principales.
Me pregunto si el próximo Premio Cervantes no estará entre los discos de otra pariente admiradora de Sara Montiel. Y quien dice Sara, dice Fangoria.