Ago
Sucederá la flor
1 comentariosBreves son algunos de los libros más grandes. Cada década nos regala alguno. Se trata de pequeños "Platero y yo", "El principito"; son exiguos "Vida en comunidad" (Dietrich Bonhoeffer), cuya brevedad redunda incluso en su dimensión profunda. No necesitan más para que el oficio y la vida confluyan en verdadera literatura, esa en la que ni asistimos al mero y legítimo desahogo verbal de un ser humano, ni al ejercicio de un virtuoso del lenguaje.
Ante sus páginas no tenemos necesidad de preguntarnos dónde empieza el uno y dónde acaba el otro, porque esa pregunta en la verdadera literatura no tiene lugar. La verdad literaria ni es subjetiva ni es objetiva; ocurre si sucede el libro cada vez que el libro sucede.
El hecho de que Jesús Montiel nos deje adentrarnos en esta epístola que da cuenta de la dura enfermedad de su hijo pequeño, desde el descubrimiento de la leucemia hasta el presente; el hecho de que se refiera a un acontecimiento de primera magnitud en su historia personal y en la de su familia no dejaría de ser un testimonio personal, algo que escuchar con el corazón arrodillado ante el sagrado misterio de la vida y la muerte que en estas 55 páginas se nos revela, si no fuera porque con este acontecimiento biográfico Montiel ha edificado una obra trascendente que, gracias al don de la palabra por el que ha sido tocado, se convierte en verdad edificada para ser habitada y revivida como verdad cada vez que sea leída.
En una palabra: “Sucederá la flor” no es un diario íntimo sino una obra literaria mayúscula inspirada para permanecer y para que en cualquier tiempo y cualquier cultura su verdad encienda resurrección más allá de los acontecimientos aquí narrados.
Para que este hermosísimo regalo haya sucedido, más allá del misterio que envuelve a las obras de arte que verdaderamente lo son, varios factores concurren que podemos y debemos desentrañar. En primer lugar, una docilidad. Aceptar que algo que quiere ser dicho desde más allá de nosotros mismos llegue a la palabra a través del autor.
En segundo lugar, una distancia. El autor puede hablar de una etapa tan decisiva en su biografía porque, en cierto modo, se ha separado de él mismo, se ha desprendido del exceso de identidad que nos afecta al común de los mortales. Sólo así la literatura se abre paso más allá del pudor; se revela sin más como literatura y no mero diario íntimo, ejercicio de terapia o autoayuda.
En tercer lugar, el estilo epistolar otorga a este conjunto un alcance moral que, junto a un exigente ejercicio de contención, transmite al texto un tono estoico cuya clave de emoción no estriba en la concesión sentimental sino en el ajustado patrón que rige entre forma y contenido. Más concretamente: un carácter divino humano palpablemente encarnacional, cristiano.
Por último, una libertad, fruto no sólo del excelente oficio de Jesús Montiel sino de algo arrebatado a la muerte: una conciencia del tiempo, de nuestra fugacidad sobre la tierra. Es algo no aprendido sólo en las muchas lecturas sino en las muchas horas en la planta de oncología infantil junto a su hijo.
Pocas veces una experiencia tan radical se convierte en palabra compartida por la mano de un escritor tan genuino, una de las voces a quien no podemos considerar como promesa joven porque lo suyo es una realidad confirmada. Ya lo sabíamos quienes hemos seguido su poesía. Ahora este pequeño ¿diario, epístola, ensayo…? nos deja paso a más.
Precedido de un acertado prólogo de Erika Martínez, “Sucederá la flor” (Pretextos 2018) es un libro milagroso que hay que leer ya. Cuanto antes. Porque si hay pequeños grandes libros que están llamados a perdurar, nosotros no vamos a permanecer siempre sobre la tierra. Háganme caso, desgraciadamente sé lo que digo.