May
Santo Tomás de Aquino en tiempos difíciles
3 comentariosDe una tesis doctoral no deberíamos salir siendo los mismos. Si verdaderamente se trata de un trabajo de inmersión, un viaje sin destino previamente pactado, una peregrinación intelectual, es posible que al final descubramos dimensiones que no habíamos previsto. A mí me ocurrió. Quizá por la grandeza del autor estudiado, Santo Tomás de Aquino.
Decir que es un clásico es recurrente y se queda corto, a no ser que entendamos que un clásico es una luz, una luz que no podemos atrapar y que, más bien, nos enfrenta a nosotros mismos y a nuestro tiempo. Los contemporáneos se miden por semanas. Los clásicos por siglos. Umberto Eco dice que la gran literatura es autoritaria, y es que, siendo como es más grande que nosotros, se nos impone ella sola, aunque nadie haga nada por imponerla. Como un avión que se sostuviera en el aire por el miedo sumado de los pasajeros -cito a González Iglesias-, los clásicos se sostienen en su altura por el miedo sumado de quienes no los han leído.
Yo iba siguiendo la pista de la teología negativa en el pensamiento del Aquinate sobre el lenguaje sobre Dios y encontré que su postura consiste en una radical confianza en el lenguaje para hablar humildemente de Dios, no porque rechace la teología negativa ni el apofatismo -esas cualidades del conocimiento y del lenguaje por las que de Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos y de Dios es poco lo que podemos decir porque está más allá del lenguaje- sino porque, integrando la dimensión negativa y apofática del lenguaje en toda su radicalidad, la trasciende en la dirección de la encarnación: Dios se ha hecho palabra y, en la kénosis del lenguaje, la palabra humana, la pobre palabra humana, ha quedado validada para apuntar lo que en ella no puede quedar retenido.
Es lo que tiene Santo Tomás. Pero también su método. Varios años bregando con su método nos proporcionan un instrumento para desenmascarar las trampas y las demagogias del lenguaje. Concretamente hoy en día hay una muy engañosa. A ella vamos.
Se repite como latiguillo recurrente en los tiempos del Papa Francisco -contra el Papa Francisco- que la Iglesia no puede plegarse a las exigencias del mundo, pues ha de custodiar la verdad recibida. Y es cierto que la Iglesia no puede plegarse a ningunos intereses y ha de custodiar la verdad. Pero esto es algo tan sagrado que merece ser tomado absolutamente en serio. La Iglesia no dialoga con el mundo y la cultura porque se desnaturalice o porque quiera entrar al trapo del mundo o quedar simpática. Lo hace porque su sagrada misión de custodia de la verdad consiste en llevar a Jesucristo, que es la verdad y la vida, por los caminos del mundo para que el mundo se encuentre con Jesucristo, camino.
Si la Iglesia no lleva el Evangelio a los hombres de todo tiempo, entonces es cuando se traiciona a sí misma y cuando malvende su depósito sagrado. Se parece entonces a una gran dama soberbia y altiva más que a una madre. Si el amor fontal del Evangelio, lo que Jesús hizo hasta dar su vida por los hombres para testimoniar el amor incondicional del Padre, queda secuestrado en formas temporales, en respuestas que no responden, en formulismos mundanos -idolátricos, hechos por hombres- estaría traicionando a su Señor.
Cuando la Iglesia sale al encuentro del hombre y de la cultura en la que Dios la sitúa en cada encrucijada histórica no traiciona su naturaleza. Lo hace precisamente empujada por su naturaleza, que viene de más lejos.