Mar
qué le podríamos decir
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Provocaré un aborto en estos versos.
Haré que el resplandor que está acechando en estas líneas
no llegue a derramar su radiación sobre la tierra.
Es sólo una cuestión de vida o muerte
en su sentido literal, porque si acaso,
si acaso lo que aquí quiere decirse
llegara a ver la luz en unos ojos,
los ojos sin su luz no querrán verse.
No queda alternativa:
lo tengo que matar antes que a ti,
lector que aún no has nacido,
su existencia te lea.
Así es que procedamos cuanto antes
lidiando con su fuerza primordial, este insolente
latir palabrativo y desbocado
que sueña y da patadas en mis sueños.
Golpeemos mi sesera contra cosas
rotundas –el amor, el sentido-
hasta descomponer en pedacitos
su frágil estructura aún incipiente.
Metamos una mano por mi boca
buscando cada cuajarón: lo licuaremos
hasta restablecer la aséptica palabra
-ese lugar donde no hay nadie-
y así sentir al fin que está salvado
el mundo para siempre de una nueva
revolución –gestada en mí culpablemente-
que sólo cuando el mundo con el tiempo
madure reconozca como un acto
de desactivación bizarro y justo.
Será, por último, el olvido.
Será lo más difícil, no nos engañemos.
Pero, si se hace necesario,
habrá que decretar que nadie se formule
preguntas inservibles:
cómo habría sonreído,
con qué ojos miraría,
qué le podríamos decir.