Jul
No es posible acostumbrarse a la muerte
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La había buscado hasta en la bolsa de aseo. Estaba seguro, completamente seguro, de que la puse junto a los papeles importantes. Había registrado uno por uno los libros con los que he traficado en estos últimos meses hasta traerlos a Granada. Entre apuntes, entre exámenes, en la bolsa de los calcetines, en la carpeta de inéditos que siempre me acompaña y no, no la encontraba.
Recuerdo que se llama Victoria. Se acercó a mí tras una lectura, me tomó dulcemente de la mano y me dijo cuánto le había emocionado escuchar un poeta español y entenderlo todo en su propia lengua, el sefardí. Me contó la larga y trágica historia de su familia judía, su periplo por Europa. Todas las semanas se reúnen en un coro para cantar canciones sefardíes. Incluso cantamos los dos aquello de “por la tu puerta yo pasí”.
Le prometí enviarle un libro cuando estuviera de vuelta en España. Había guardado su dirección con mimo. Y, ya de vuelta, nada, no aparecía. Me sentía culpable suponiendo que la había decepcionado, imaginando que pensaría que era uno de esos tipos que dicen cosas muy bonitas y después se olvidan fácilmente de lo prometido. Hasta he recordado estos días un poema de Szymborska en el que, tras enumerar algunas de esas experiencias que ya no podrán ser de forma irremediable (una explicación por dar, una carta por responder, una oportunidad que hemos dejado irse), concluye que estas cosas algo hacen por nosotros: nos acostumbran a la muerte.
Y, sin embargo hoy, escrita detrás de una de esas tarjetas de visita que la gente te entrega, ante mi asombro, ha aparecido la dirección de Victoria. Si la alegría no fuera tan grande, me estaría ahora mismo golpeando la cabeza contra el suelo por torpe. La dirección de Victoria ha estado junto a mí todo este mes, a 30 centímetros de mi mano, sobre mi mesa.
Cada vez me gustan menos los poemas con palabras tales como “nunca”, “todo”, “nada”, “siempre”. La vida es demasiado frágil para caber en palabras totalitarias. Los malos poetas somos dados a esas palabras: emocionan mucho, dan una sensación de grandeza, definitividad, elevación. No deja de ser un recurso fácil para personas impresionables, comenzando por el autor mismo y su vanidad.
Y, sin embargo, lo he vuelto a hacer; he vuelto a decir “nunca más”. No sólo la belleza de la vida, sino también su misterio, hallan mejor posada en las palabras pequeñas.
Y en lo no dicho, sobre todo si no se dice para ponerte a enviar, con perpleja alegría, con esperanza, un libro que te reconcilia contigo mismo. No es posible acostumbrarse a la muerte.