Nov
Mercadillos
6 comentarios
El exceso de vida literaria no me parece beneficioso para la literatura misma. No hablo del hecho de leer demasiado, porque cada libro abre un mundo y cada acto de lectura es un acto de comunicación, aunque le falten dimensiones. Me refiero, más bien, al hecho de vivir para la literatura, viendo el mundo tan sólo a través de ella y, más peligrosamente aún, al hecho de peregrinar de acto literario en acto, de estar más pendiente de la crítica que de los libros mismos, de dedicar más atención a presentaciones, tendencias, premios, grupos, cotilleos… que a la lectura y escritura mismas.
Un ángulo me basta –dice la Epístola Moral a Fabio- un libro y un amigo. Sí: un lugar en el mundo desde donde mirar y ser mirado, un libro y un amigo, pero sin que ninguno pueda sustituir al otro. Puede, de lo contrario, volverse la palabra endogámica, enrocada sobre sí misma, egoísta y ciega.
Creo que sin forma y estilo, sin literaturas, no hay literatura. Como sin relaciones, digamos, literarias. Pero, a la vez, creo que toda verdadera forma tiende, cuando tiene la suficiente fuerza, a abrirse al mundo y a la vida. Un gran rigor y mucha vida juntos.
Reivindico lo uno y su inverso: que la literatura es metáfora de la vida y que la vida es metáfora de la literatura. Acepto las renuncias pero no aquí. Porque la vida nada es sin palabra y la palabra nada es sin vida. Porque vivir es contarlo y porque contarlo requiere un exigente cuidado del lenguaje para ser literatura y no mera palabraría o desahogo sentimental. Perijoréticamente se contienen palabra y vida, rigor y mundo.
Por eso, en tiempos de crisis, encuentro poesía en los mercadillos. En ellos el lenguaje está vivo. En ellos nace, corre; sufre carencia, se multiplica; se deshace, se reconstruye; se da normas, se las quita; se confunde con el mismo acto de sobrevivir, hace del acto de existir una exigencia de estilo. Encuentro en los mercadillos, suburbios de la lengua y sus afueras, a la vez el centro del lenguaje y su más hondo.