Ene
Matar en nombre de Dios
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Mientras redacto un trabajo académico sobre Dios y el lenguaje, llega la noticia del atentado en París contra la revista satírica “Charlie Hebdo”. El atentado ha sido llevado a cabo por un grupo yihadista. A los grupos yihadistas no les gustan las viñetas satíricas sobre el profeta Mahoma ni sobre Alá que publica “Charlie Hebdo”. “Charlie Hebdo” también publica sátiras sobre el Dios de los cristianos y sobre el Dios de otras religiones. Algunos hombres religiosos se indignan por lo que otros hombres no religiosos dicen de Dios. Algunos hombres no religiosos se indignan por lo que algunos hombres religiosos dicen de Dios. Algunos hombres dicen que lo mejor sería borrar el nombre de Dios del lenguaje. Esto indigna a otros hombres que hablan mucho de Dios.
Algunos hombres que hablan mucho de Dios se indignan porque el honor de Dios queda mancillado. Algunos de estos hombres dicen que Dios quiere que algunos hombres venguen el honor mancillado de Dios matando a sus enemigos. Dios no sabe en realidad quiénes son sus enemigos. Aunque, si Dios no existe, seguramente no tiene enemigos. Pero debe existir, porque todos hablan mucho de Dios.
Algunos hombres ponen su propia indignación en labios de Dios. Algunos hombres llevan la indignación de Dios a la venganza y matan a los enemigos de Dios, que son los enemigos de estos hombres. Y así, la indignación es una indignación contra el lenguaje, es decir, contra la libertad. El trabajo que en ese momento andaba redactando viene a concluir que muchas cosas que decimos los hombres sobre Dios, en realidad Dios no las dice de sí mismo. Viene a decir que en cada cosa que decimos de Dios hay una dimensión misteriosa infinitamente mayor que todo lo que podamos decir de Dios: ni cuando los hombres religiosos hablan de Dios, ni cuando los hombres no religiosos hablan de Dios, ni cuando alguien habla en nombre de Dios, ni cuando alguien transforma en asesinato lo que otros han dicho que ha dicho Dios.
La desproporción entre lo que Dios es, lo que podemos decir de él y lo que verdaderamente diría Dios de sí mismo es tan inmensa, que lo mejor es concluir que todos deben ser escuchados -aun cuando no nos guste lo que dicen-. Cualquiera que se atreva a hablar de Dios con un mínimo de conciencia de que el nombre de Dios quema los labios -hablar mal o hablar bien de Dios-, jamás podrá admitir que nadie convierta el acto de habla en un acto de terror y de muerte. Y que por eso nunca debe tolerarse que alguien mate en nombre de la voluntad de Dios, pues tanto el "Dios que existe" como el "Dios que no existe" se llama “Dios que existe” y se llama “Dios que no existe” para expresar que su nombre está muy lejos de los nombres que le damos y las voluntades que en sus labios ponemos.
Cualquiera que mata en nombre de Dios jamás ha conocido al Dios que existe ni al Dios que no existe.
Si Dios hubiera hablado, lo habrían matado porque lo que diría de sí poco tendría que ver con lo nosotros decimos de Dios. No sé si habrá ocurrido alguna vez. Si así hubiera sido, la frase del filósofo francés –“No estoy en absoluto de acuerdo con tus ideas, pero daría mi vida por tu derecho a defenderlas”- se habría quedado corta.