Mar
Literatura y vida
5 comentarios
Me suele suceder. Hechas las cosas, escritas las palabras, medidos como minutos los versos, llega el momento de las revisiones, de corregir y de pulir hasta la extenuación. Encontrar una palabra puede quitarme el sueño. Salvar ese tropiezo que interrumpe el curso hermoso de unos versos milagrosamente encadenados puede tenerme dando vueltas varias horas.
También es el momento de elegir. Si retiro esta palabra, evito la asonancia, el subrayado, el adorno innecesario, pero pierdo precisión, porque esta es la palabra más precisa, la primera que vino, la del instinto y la frescura. ¿Sentido o sensación? ¿Emoción o rigor? Déjalo estar, ya llegará.
Es una lucha, casi una guerra; más que un forcejeo. No disfruto. Tengo que escudriñar en la memoria, templar mi corazón, tener paciencia, volver una y mil veces sobre el párrafo difícil, escuchar las recomendaciones y, a la vez, ser dócil al misterio y no dejar que nada enturbie el no sé qué que oíste un día. Discernir qué es terquedad y qué intuición.
Es el momento de vencer la vanidad, cubrir cimientos y pilares para que el conjunto parezca natural, sobrio, fácil. Es el momento de olvidarse de lo que querías decir para escuchar como si no te conocieras, como si fueras otro, otras vidas diferentes y lejanas. Sabes -lo has experimentado en otras ocasiones- que nada va a hacerte tan feliz como el desposeerte, el no pertenecer a tu propio mundo y, sin embargo, sientes el mismo temblor, el mismo miedo de otras veces: un desvalimiento de niño. Cada renglón, cada silencio, cada imagen será otra cosa en otros ojos.
No, no estoy hablando de mi inminente nuevo libro. Quizás estoy hablando de mi vida.