Jul
Las cosas que se dicen en voz baja
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Las cosas que se dicen en voz baja (“Premio Ciudad de Burgos”, Visor 2013,) es el último libro de Daniel Rodríguez Moya: Están aquí los días de los interrogantes/ de las horas que asedian como lobos,/ del insomnio voraz de rojo intenso. Y, sobre todo, está aquí el compromiso en su forma poética más sincera.
El compromiso con los desheredados de este mundo y con los más débiles de un mapa que no es de geografías sino de la esperanza. Hacia allí donde el déficit de esperanza tiene nombre y rostro, un verso de Daniel nos dirige con un dedo que no sólo apunta sino que toca y se deja afectar.
Cuando algunas cosas carecen de nombre y de voz, que es carecer de existencia y dignidad a los ojos incluso de uno mismo, hay que señalarlas con el dedo (parafraseando una cita de García Márquez incluida en este libro). Por eso Las cosas que se dicen en voz baja no tiene miedo a poner en palabras las realidades que deberían darnos miedo por amenazantes e injustas. Y sí da cuenta de la urgencia que sentimos ante esas cosas que se dicen casi temblando, un murmullo descoyuntado que alguna vez tomará cuerpo y pondrá sobre la mesa las verdades y justicias que, ya dichas y calientes como pan sobre la tabla, no admitirán escapatoria ni prórroga:
Siempre ha habido un murmullo envolviéndolo todo,
un ruido permanente.
Más que el miedo al silencio,
el temor a sentir
las cosas que se dicen en voz baja.
Daniel Rodríguez Moya escribe desde una conciencia que trasciende el ámbito español para hacer suya la perspectiva hispanoamericana. No sólo en cuanto a los temas y preocupaciones éticas que se abren en sus poemas, sino también en la asimilación plena de un estilo y un vocabulario mestizo y liberado de lo preconcebidamente poético.
Si poesía es una forma de decir algo que no puede decirse más que en la forma en que se dice, esta obra transcurre dejando que el fondo actúe sobre los versos, su ritmo, sus rupturas, su color. Es decir: aunque no de forma plana ni evidente, un buen puñado de poemas toma conciencia de cuantas cosas querríamos decir y no siempre es posible; de cuanto al lenguaje se le escapa porque querríamos ir más allá, tener más respuestas y no siempre vamos ni siempre las tenemos; de cuantas palabras no retornan al hueco de mundo –el poeta- del que partieron.
Aunque en la última parte, Me gustan los poemas y me gusta la vida, el libro se hace más transparente y abierto, más inmediato, con poemas en que los amigos y las personas más cercanas al poeta (y pensamos que también a la persona del poeta) toman todo el protagonismo, echo en falta algo de luz. Una cierta resignación y una cierta sordina me impiden alzar el vuelo y reafirmarme en una esperanza y un convencimiento del que estoy seguro parte también el poeta (y la persona) de Daniel. Auqnue es posible que este efecto de contención sea pretendido por el buen oficio del poeta, uno desearía al menos una celebración del compromiso mismo y de la conciencia misma que rompan cierta neblina gris en el decir de estas cosas. Pero señalo esto desde la amistad y la misma conciencia crítica a la que Daniel nos urge y nos emplaza. Porque este excelente libro, más que nunca, es necesario en tiempos en que cerrar los ojos es una tentación para el arte y la medra.
Lo recomiendo y me alegraría que páginas así se abrieran ante muchas miradas.