Abr
La vida enorme
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Creo que “La vida enorme” (Témenos Ediciones, 2017), de Xavier Rodríguez Ruera, nos trae una rareza vitalmente aceptada. Y, aunque el contenido transcurra sobre materia literaria -un culturalismo sin pretensión y apariencia de tal,- es la textura de su gramática la portadora de autobiografía. Consciente o no de ello, esa es ya una aportación de este poemario.
Esta belleza rara es un servicio que nos hace Rodríguez Ruera frente a un panorama donde abunda la belleza del Photoshop, también los poemas Photoshop.
“Los poemas los escribe un yo al borde de la alienación que lucha por integrarse en el mundo”, se sinceraba el autor en un wasap con el epiloguista, Carlos Robles Lucena, quien consiente en la indiscreción de compartirlo con los lectores y se refiere a la voz de Xavier como una lírica de la reinserción emocional.
Y así, este “La vida enorme” traza un camino de vuelta, el de alguien que ha estado al borde del abismo y, desde allí, trenza con los versos una terapéutica soga tendida al muelle de la realidad. En ese muelle asoma Barcelona como ciudad madre, una Barcelona a veces histórica y mágica, otras desmitificadamente extraradial.
Desde la infancia de la primera parte a la última sección, habitada por una Ofelia Yonki y gentes que deambulan por el metro, atravesaremos la insolación, la desolación, la templanza marcada por la voz de Valente y una serie de estampas literarias en las que lo anecdótico se convierte en el punto de fuga.
Tanto en los versos más cenicientos como en los más atemperados, Rodríguez Ruera habla como hablan los ojos vivos de los peces muertos.
Este es un libro verdegrís, como el mar algunas veces que no son recuerdo. Están en boca de uno de sus personajes, pero estos versos bien podrían aplicarse el mismo yo entrecomillado del poeta: “Me gustan los libros complicados,/ las canciones sencillas, las mujeres/ con ojeras y los hombres/ que miran a los ojos al estrechar la mano.”
Su forma de encabalgar es un eco del laberinto de lagunas calles, quizá las más interesantes, las que un día desembocaron en la enormidad de una vida, la vida, para la que algunos poetas -me incluyo- no estamos preparados. “La vida enorme” dice eso: que la vida es enorme, que nos queda grande como vida, y que aceptar su llamada poética también nos queda grande. Sólo que algunos, de tanto caerse y levantarse en la trinchera de la comunicación y la incomunicación (pues ambas cosas son cosa de la poesía), consiguen, como Xavier, al menos recoger en la página la sombra de esta hipertrofia de sentido y sinsentido.
“Qué vida más jodida. (Canta
un pájaro).
Qué vida más hermosa:
pero brilla una estrella.”