Dic
La novia
1 comentariosNo sé si se trata de un problema técnico del viejo y destartalado cine en que vi la película –el único cine de Granada, por cierto, donde se proyectan películas no comerciales-, o un verdadero problema de la cinta, pero me parece imperdonable que en una película como esta el texto no se entienda. Y me temo que no es sólo un problema técnico, porque a unos sí se les entiende y a otros no. Lo digo porque en una película basada en textos de Lorca, muchos de ellos versos, esto no puede ocurrir.
Y lo digo también porque creo que no basta tener una cara bonita: –ay, esa Inma Cuesta, de brutal hermosura, entregada a fondo, de raza. Que no basta, niña, para ahogarnos en la pasión, dejar así las palabras como en los labios, como tragándonoslas. –Y ay, ese Leonardo, ni tan bello ni tan oscuro como el río negro y los caballos de Federico: que tampoco para abrasarse hay que quemar las palabras antes de echarlas al viento.
Menos mal que un excelente puñado de secundarios está soberbio. Soberbia la madre del novio (Luisa Gavasa). Soberbia la ama –o lo que quiera que sea- de la novia (Consuelo Trujillo). Muy bien el padre y el novio –merecidas nominaciones. Pero a lo que vamos. Sin ser una película perfecta ni redonda, “La novia”, de la directora aragonesa Paula Ortiz, es una gran película. El lamento viene por todo lo que podría haber llegado a ser.
Basada en “Bodas de sangre”, de Federico García Lorca, no deja indiferente. Para algunos no aporta nada al universo de las interpretaciones lorquianas. Rearguyo: eso para quien conoce mucho el universo del granadino y ha visto muchas versiones. Que no todo tiene que estar pensado para especialistas. Que poner en pie la fuerza, actualizar el mito, atrapar a nuevos espectadores, levantar ese universo estético -y pienso en jóvenes o en ajenos a la literatura española- no es cosa para cobardes.
Otros precisamente le reprochan ese exceso esteticista y su grandilocuencia. Vale, yo también. Pero me bajo del pedestal y me reprocho esa pose minimalista, intelectualoide, con la que a veces queremos distanciarnos del vulgo barroco o neoromántico. Como si fuéramos daneses. Y lo que es peor –me vuelvo a reprochar-, como si diéramos por inválido lo que no sea visión débil. Como si lo extremado o lo visceral ya no contaran. Que para ser culto parece que hay que hablar con sordina, adjetivar en desnatado, ponerle filtro gris a las palabras. Yo me respondo –y me regaño- que una cosa es impostar grandeza y otra dejarse embriagar, lo cual no está mal en algunos momentos en que la vida y el amor y la muerte piden ser mirados con pasión cómplice. A veces hay que entrar en el juego.
Si la película fuera de nacionalidad, por ejemplo, macedonia, por decir una tontería, ya tendríamos a los sesudos críticos en pie aplaudiendo su “telúrico pathos”. Que así andamos de acomplejados; que para parecer alguien, los intelectuales españoles tienen que andar hablando mal de este mísero país. Pues me niego, oiga. Desde la tumba de Lorca, me niego. (Y a ver quién encuentra esa tumba).
Ya digo. La película a veces parece perderse en una sucesión de videoclips. ¿Pero quién se resiste a Leonard Cohen en la voz de Carmen París? Parece perecer ante su ambición, ¿pero por qué no habitar los Monegros, el desierto de Almería y la Capadocia a la vez? La tragedia griega y el mito andaluz están más cerca de lo que recordamos. Y es maravilloso que así lo deje traslucir una aragonesa, mujer y joven.
Aunque no le perdono que el texto tantas veces se pierda, la película funciona por encima de sus defectos. Lo que la hace grande sin ser perfecta.