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La muerte de los otros
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Lo había olvidado, pero el poema había estado ahí, en la cartera de su abuelo, desde que se lo dedicó con apenas ¿9, 10, 11 años? El abuelo había llevado siempre consigo esa hoja de libreta a dos rayas con el primer poema de su nieta que, sencillamente, celebraba una tarde en el campo mientras él regaba unos perales.
Pero ella había visto las cosas de otra manera todo este tiempo y, por supuesto, los poemas del campo, los cantos de infancia y de familia; las exaltaciones de árboles, pájaros o nubes le parecían bastante poca cosa y poco originales. Le convenía poner distancia de cualquier camino que le hiciera resbalar por lo sentimental. Había decido que la ciudad sería el escenario de sus versos; que los ambientes oscuros, los personajes al límite, las sensaciones antes que las emociones, constituirían el material de su literatura.
Sin embargo, momentos como este, horas que siguen a los funerales, esta tarde misma en la casa del abuelo poniendo orden y quemando viejos papeles, obligaban a una especie de desnudez. Sinceramente: llevaba tiempo sin nada que decir, sin una maldita estrofa con el mínimo de intensidad.
Y aquel papel de libreta a dos rayas con esos versitos poblados de perales, pájaros y nubes escritos a sus 9 años y guardados tanto tiempo en la cartera del abuelo… En fin, claramente, que había sido una estúpida y una pedante queriendo ser quien no era. Y claro, muda, porque hasta las máscaras literarias deben tener algo que decir. Al fin y al cabo ¿qué podía contar ella de Djuna Barnes o de Marguerite Yourcenar que no hubieran dicho ellas mismas? Se quiso diferente y era ahora una vulgar poeta del montón sin nada que decir. El contenido encuentra su forma, la materia crea lenguajes. No a la inversa.
Ahora, la muerte del abuelo, la muerte de los otros, la devolvía a su propia vida. Al asombro, a la luz de decir, a las cosas que son verdaderas y que por ello nunca se repiten por más que se canten mil veces. La vida del abuelo había guardado durante años lo más puro de su propia vida y de su voz. La muerte de los otros nos enseña que no hay tiempo que perder. Y entonces derramó lágrimas que le limpiaban tantos años de imbecilidad.