Oct
La libertad y la palabra
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El infierno no son los otros. Ni son tampoco el límite de mi libertad, a no ser que entendamos por ella la facultad de hacer lo que me venga en gana sin mirar más allá de mi mismo, mis deseos, mis intereses y mis opiniones erigidas en dogmas subjetivos.
La libertad, precisamente por ser un don absoluto, se nos da como absoluta responsabilidad y debe ser construida junto al don que, como tal, también es absoluto en el otro y absoluta responsabilidad para él.
La libertad se juega en la trama de las otras vidas. Que las vidas de los otros entren en relación de donación y de privación para con la mía, en relación de posibilidad y de límite para conmigo, de realización y de sacrificio que se me pide, eso es la libertad.
La vida ha tenido la generosidad de dejarme experimentarlo en los caminos de la palabra. Es decir: que estas cosas las he comprendido en su profundidad en el a la vez forcejeo y deslumbramiento gozoso de la escritura. Por eso un amigo lo explica mejor que yo:
“El mal poema parece que se ha instalado en la conciencia de ciertos poetas que se jactan precisamente del desaliño de su propia escritura, como si el cuidado de la palabra fuera una práctica de los poetas puros del pasado o una costumbre excesivamente académica. Es verdad que al poema hay que despeinarlo un poco para que parezca natural -como decía Gil de Biedma-, pero una vez que ha sido adecuadamente aseado. El puntiagudo lenguaje de Vallejo, los aullidos de Ginsberg o el precipicio sintáctico de Celan no han surgido de una manera desenfrenadamente espontánea, sino de un trabajo interior en la arquitectura del poema, de la misma forma que el individuo que dice alcanzar su libertad. La libertad no aparece de golpe, sino que se gana a pulso, tanto en la vida como en el escrito.”
Cuando Vallejo nos conduce por la senda de todos los equívocos, cuando Celan descuartiza las normas sintácticas, no están jugando a l´enfant terrible que -¡pobre!- quiere golpearnos con su genialidad desconcertante. Por eso, tras leerlos –como al contemplar a Picasso, escuchar a John Tavener o ver una película de Abbas Kiarostami- no somos los mismos, no asociamos los conceptos de la misma manera, no pensamos con las mismas imágenes que antes. Nuestra libertad se ha engrandecido con ellos y la trama de su vida y su arte, porque no están haciendo lo que les da la gana, sino llevando al extremo el lenguaje, todos los lenguajes si es preciso, tras haber vivido mucho, leído mucho –leer es escuchar- y renunciado y tirado a la papela muchas páginas, muchas partituras, mucho metraje.
Así entiendo las palabras del Evangelio “la verdad os hará libres”. Cualquier libertad que se desentiende de la bondad (la más profunda inteligencia), la justicia (una forma de la verdad) o la belleza (una forma de compromiso humano) no me merece el nombre de libertad.
Los hombres más libres son los más esclavos de sus hermanos los otros. Más cuanto menos lo merecen y hasta más dolor les han causado. Todo lo demás es vanidad. Porque la verdadera gravedad de la vanidad radica en su carácter falaz e insolidario. Sería frívolo quedarnos en un concepto de vanidad detenido en las apariencias. La vanidad puede crecer en proporción directa a la mediocridad. Se trata del peligro de la pretenciosidad del “yo” que no se ha mirado en, desde, por, con los ojos del otro, en cuya pupila reside la libertad que nos da no sólo las alas, sino también el viento.