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La gran belleza
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Es, de largo, la mejor película del año. “La gran belleza”, de Paolo Sorrentino, reproduce en un mural de fondo la agonía de un tiempo en realidad ya muerto.
De fondo, porque la película no habla de los problemas de primera línea, sino del fracaso, de la autoaniquilación pasiva a que la conciencia occidental se ha abandonado y que está en relación con la crisis de valores, con la falta de compromiso, con el déficit de esperanza que explica cómo hemos llegado hasta aquí y por qué.
Ningún retrato más certero de la posmodernidad. Han caído las grandes ideologías, no hay fe en la política, Dios es una olvidada idea de la cual sólo queda el eco de las más bellas realizaciones artísticas que en su nombre se erigieron. La vida de los artistas y los intelectuales está vacía, hastiada, agotada; no creen en nada y lo mejor –consideran- es acogerse a un instantáneo y superficial afecto y reírse de nosotros mismos.
Jep Gambardela es un periodista. Realiza críticas de arte para un importante periódico y es el rey de lo mundano, de las fiestas elitistas y salvajes pobladas de intelectuales y viejas glorias de la televisión. Todo lo mira con distancia, cuando no con despiadado cinismo. Escribió una novela hace 40 años y no ha vuelto a publicar ninguna otra. Buscaba la gran belleza y por eso, según sus palabras, no ha vuelto a escribir. Al fondo de su vida se atisba un amor imposible. Pero ya todo da igual. Nada tiene sentido. A falta de la Gran belleza, bien vale entretenerse en los fragmentos fugaces de este mundo. Al fin y al cabo, los destellos de hermosura son la última memoria de un destino más alto.
Una cinta felliniana y agustiniana al mismo tiempo. Porque esa es la clave: de los tradicionales trascendentales sólo queda la belleza, como fragmentos de un naufragio. Sólo la centenaria fealdad de una “santa” misionera que pasa por Roma esos días nos desvelará que quizá esa gran belleza buscada no es otra cosa que el amor. Pero claro, una belleza así no es fácil, requiere el sacrificio, el dolor y la vuelta a las raíces desde las que recomponer el camino perdido. Pero esa sería otra película.
Muchas cosas podrían decirse, pero me quedo con una de las exposiciones que visita nuestro protagonista para escribir una más de sus crónicas. Se trata de la exhibición de los retratos diarios que un artista se ha hecho desde niño. De pronto descubrimos los miles de rostros que hemos sido a través de miles de días. Todas las veces que hemos nacido. El hilo de continuidad, frente al fragmento deambulante y perdido.
-Los trenecitos de nuestras fiestas son los más envidiados de Roma
-Sí, sobre todo porque no van a ninguna parte.
Pues eso. Un retrato feroz de la nada. Y una obra maestra.