Abr
Horror y belleza
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¿Podemos hablar de “belleza” a propósito de algunas imágenes de Cristo que procesionan estos días por las calles de nuestras ciudades?
Cristos muertos y sangrantes. Algunos en el momento mismo de la agonía. Otros, descarnados por todos sus flancos con las marcas que ha dejado el flagelo romano del que nos hablan las escrituras y cuyos efectos conocemos por la literatura de la época. Hay cristos que muestran en carne viva sus ampollas, otros tienen golpeadas las mejillas hasta la deformación del rostro.
No faltará quien esgrima la tópica acusación contra el cristianismo como religión que se recrea en los aspectos dolorosos de la existencia, argumento que no sé cómo esgrimirían los mismos a propósito de nuestra cultura al contemplar los cadáveres plastinados –estos sí, reales- de una exposición de Gunther van Hagens o los animales en formol y las calaveras millonarias de Damien Hirst.
Pero no es esto lo que me interesa.
El arte no ha de estar ligado de una forma directa y evidente a la búsqueda o creación de la belleza. Comparto la opinión que apela al carácter expresivo de la obra artística como elemento definitorio de la misma. Desde esta óptica, la obra de arte es considerada desde su potencial comunicativo más allá del solo intercambio de información. Antes que cualquier otro elemento, más al fondo que la belleza, la medida del arte radica en su capacidad para propiciar un encuentro comunicativo que afecta a la inteligencia y a los sentimientos, para inaugurar un lenguaje o para ir más allá en la capacidad de expresión humana.
Llegados a este punto, mi apostilla es que el acto expresivo no es vacío, sino que tiene contenido. No se trata de que esté obligado a tenerlo, sino de que lo tiene, se sepa lo que se expresa o no, sea razonable, emotivo o intuitivo. Y de ahí el carácter más o menos grandioso de la obra de arte: de la integración entre los elementos implicados en el acto expresivo, el mensaje y el modo de ponerlo en acto. A lo que sumo la capacidad para, en, desde y tras el lenguaje, abrir nuevamente una dimensión no dicha, inaprensible, misteriosa e implicativa.
Por eso no todo vale. Por eso no están a la misma altura las calaveras humanas de Hirst y los Cristos de Mena o Fernández.
Y algo más. Sin quererlo, sin que sea la pretensión primera –reconozco que aquí quería llegar- encontramos que la belleza vuelve a aparecer. Ya no está encadenada a la forma por la forma ni al agrado. El acto comunicativo nos manifiesta ser belleza. Por eso no podemos dejar de sentir una punzada ante algunos Cristos en los que, como anticipó el profeta Isaías, no hay belleza aparente.