Mar
Her
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Spike Jonze es un director que no se pone tras la cámara si no es por un proyecto arriesgado y con vocación de no dejar indiferente. También por eso tiene tantos detractores como admiradores.
En esta ocasión su propuesta es “Her”, una película en la que un solitario Joaquin Phoenix, un hombre que tras su fracaso matrimonial piensa que ya no volverá a sentir nada nuevo y a quien sólo le queda ver pasar los días con total indiferencia, se enamora de un sistema operativo programado para convertirse en su compañera ideal y para ir acomodándose a la personalidad de su enamorado hasta llegar a hacer de la suya una relación con todas las características de la realidad.
La historia trascurre en un futuro cercano, pero en realidad nos habla de nuestro presente, de un presente en el que la soledad, el fracaso de las relaciones personales y la incomunicación van convirtiendo las relaciones virtuales en un refugio humano.
Ese es el acierto de la película, ponernos ante los ojos una verdad en la que reconocer no sólo lo equivocados que estamos al consolarnos con el alto número de “likes” que alcanzamos en Facebook o el número de veces que somos retuiteados, sino hasta qué punto huimos de la realidad más cercana e interpelante refugiándonos en las nuevas tecnologías.
Pero el problema no está en las tecnologías ni en su potencial para sustituir al amigo acomodándose perfectamente a nuestras necesidades, sino en nosotros mismos. Por eso “Her” es, ante todo, una incursión en el amor y en el factor diferencial humano.
En este sentido, Jonze lleva las cosas al límite: esta relación amorosa con un sistema operativo es tan perfecta que incluye la imperfección. El conflicto, las discusiones, los desencuentros están presentes y toman un cariz bien real. El protagonista sufre las cosas que hay que sufrir en una relación amorosa. Pero esta se reconduce, se estabiliza en el momento que tiene que hacerlo, unas veces por iniciativa del protagonista, otras por iniciativa de la chica. Nunca, evidentemente, pesa sobre ella la verdadera grandeza del amor: su debilidad, su naturaleza amenazada y frágil. En esta cinta la posibilidad del daño y del dolor es sólo un elemento programable, nunca algo realmente irreversible.
La muerte, en una palabra, no ejerce su amenaza sobre este amor, como sí la ejerce, como sí es realmente posible el “se acabó” para siempre, en el amor real.
Quizá el diferencial humano no sea otra cosa que el estar siempre midiéndose contra la muerte y la finitud, contra las que, sin embargo, la libertad se afirma como verdadera libertad, el amor como amor verdadero y la humanidad como humana. En el “pese a todo”, el “contra todo” tiene la soledad que nos rodea –quizá no se ha dado cuenta- otro factor impredecible: puede abrir en sí misma una puerta de libertad. Puede ponerse en escena, hacerse arte, contemplarse y, de este modo, no concederse a sí misma la última palabra.