Oct
Florencia
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Vete a ver el Cristo crucificado de Miguel Ángel. Cuando yo vivía en Florencia solía visitarlorlo –me dijo Juan Antonio González Iglesias-. Así es que crucé el Arno y allí que me puse, en la Iglesia en cuya sacristía se conserva esta talla, al parecer el único Cristo crucificado de Miguel Ángel. Un crucificado desnudo para cuyo cuerpo, sin apenas musculatura, tan distinto a otras obras de Miguel Ángel, el artista se inspiró en sus estudios anatómicos de cadáveres. Un hombre vencido, un Dios hombre que verdaderamente ha muerto. Una talla emocionante, por su delicadeza y su atrevimiento frente a los modelos imperantes, fruto de una percepción espiritual honda del misterio de la cruz.
Pero no lo pude ver. Tras un rato rezando en la iglesia, me dispuse a buscarlo. –Padre, ¿me puede decir cómo ver el Cristo de Miguel Ángel de la sacristía? Con cara hosca y mal humor: -no sé. Hoy no hay vigilantes, enfadado con la pregunta. –¿Y cuándo vienen? –No es asunto mío, dopo mezzogiorno a lo mejor-, obligado a responder ante mi insistencia. Bueno, que salí sintiendo que este señor vestido de negro riguroso hasta las gafas y con cara de enfado no me había representado a Cristo. Y que me cuesta percibir a Cristo en el luto y en la tristeza. Y eso que me había visto un rato antes sentado en un banco de la Iglesia rezando. Podría usted -digo yo- haber pensado: este a lo mejor es un tipo con inquietud espiritual -qué sé yo- o con vocación incluso. Pero no. No vi nada que me atrajera y transmitiera la alegría del evangelio.
Por más que lo pienso, no encuentro los vínculos entre el evangelio de Jesucristo y algunas formas de presentarlo. Creo en la diversidad de modos de vivir la fe y de relacionarse con Dios, pero para llegar a Jesús a través de algunos de ellos confieso que he de hacer acrobacias argumentales. Vale, de acuerdo: no haré juicios internos. Lo mismo el hombre tenía un día difícil.
Total, que me tuve que conformar con una foto ante una foto.
Todo lo contrario me ocurrió con un padre carmelita que estaba rezando laudes en otra iglesia y que me dejó sacar fotos de esa pasada que es la capilla Brancacci aprovechando que no estaban los vigilantes. Sin flash, claro. Llevaba su hábito marrón, pero nada en él era oscuro. Pobre y austero sí, pero no oscuro, enlutado o triste.
Y en la capilla Brancacci, la mano de tres artistas que se suceden en frescos distintos. Y cada uno, discípulo del anterior -Masolino, Masaccio, Filippino Lippi-, supera al maestro y da un paso de gigante con la composición, con la perspectiva, con la penetración sicológica de los personajes, con la experimentación del color. Una lección magistral la que aprendí al preguntarme: ¿qué hace que cada autor haya superado la obra del artista que le precedió? y responderme: la capacidad de arriesgar e introducir lenguajes que divergen del maestro, elementos que hasta fueron incomprendidos y criticados. En una palabra: que, tras copiar mucho y dejarse conducir, hay que dar el salto en la dirección de la propia intuición. Porque, y eso puede también comprobarse recorriendo con detalle la historia de la pintura de Florencia, muchos que pintaron lo que y al modo en que se esperaba que lo hicieran fueron muy aplaudidos y tuvieron mucho dinero. Pero de ellos, en pocas décadas, ya nadie se acordó.