Jul
Finales abiertos
4 comentariosHan pasado estos meses por las pantallas españolas dos películas con temática religiosa más o menos explícita.
Una de ellas, la polaca “Ida”, trata la historia de una religiosa que, antes y como preparación para el definitivo paso de profesar sus votos, emprende un camino hacia su pasado, el pasado que no conoce de sí misma y que es, a la vez, un viaje por la trágica historia de Polonia en los años previos y posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Le acompaña en esta reconstrucción del tiempo perdido una pariente, la única tía que tiene, la cual hasta el momento no había querido saber nada de su sobrina. Esta extraña mujer, que ejerce como juez, lleva una vida sórdida y vacía en la que cumple con las directrices del partido pero sin tener ya fe en ninguna ideología, ni en la historia ni en el ser humano.
En un momento de este cara a cara con el horror de lo que sucedió a su familia, Ida ha de replantearse su futuro (el pasado es prólogo): -¿Y después qué? –Nos compraremos un perro. Y después ¿qué? – Nos casaremos, tendremos hijos, esas cosas, la vida.
El final no necesita más palabra ni montaje cinematográfico que el de una cámara al hombro que filma a Ida caminando en dirección inversa al discurrir del mundo. Y ya se da por enterado el espectador de que muchas veces en la vida el único final posible y convincente es el que no puede contarse.
La otra película, que ha pasado casi de puntillas por los cines españoles, es la griega “Meteora”.
Se trata de la historia de amor entre un monje y una monja que viven en los monasterios griegos de Meteora, construcciones bizantinas sobre elevadas rocas a las que se retiraron para orar antiguos eremitas y, posteriormente, monjes que huían de las persecuciones religiosas.
Estamos ante una película cuya factura intercala fragmentos de animación en un estilo semejante al de los iconos bizantinos. No hay apenas diálogos y la cinta llega a esa pureza en la que el discurrir de las imágenes, lo más despojado, el cine sin más, es forma y contenido al mismo tiempo. La luz misma se convierte en la gramática del amor.
El director se deja iluminar por la teología ortodoxa en una de las escenas de animación en la que la sobreabudancia de la sangre de Cristo derramada rescata a los protagonistas del laberinto en que se hallan perdidos.
Sobran algunas escenas de sexo que, por su tratamiento, más parecen una concesión esteticista que episodios coherentes con el ritmo y la austeridad del relato. Un encuentro amoroso nunca explicitado, al más puro estilo Won Kar-wai, hubiera intensificado mucho más la película.
En todo caso, que nada nos haga olvidar, por obvio, el dato significativo: Dios sale al paso en el arte -con naturalidad, de forma diferente- cuando este se deja conducir en libertad, sin prejuicios ni pretensiones de conveniencia comercial. El resultado es una frescura, una originalidad y un calado que destacan por encima del arte ideológicamente calculado o gratuitamente rentable.