Dic
Felicidad de última hora
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El sentimiento de aversión a la Navidad parece cada vez algo menos excéntrico. No sé si es una impresión sobre mi entorno o que se ha puesto de moda hablar de cosas de las que no se hablaba antes, pero cada vez encuentro más personas que manifiestan lo poco que les gusta la Navidad.
Alguno, para hacer más llevadero el trauma, escribe unos versitos sarcásticos o un cuento navideño de terror gótico. Otros, directamente, desconectan de todo. No falta quien, abordando la cosa más racionalmente, trata de poner palabras a lo que le ocurre y, con calmada lucidez, te cuenta que no tiene nada que celebrar y que, si ya antes tenía sus más y sus menos para con lo eterno, ahora sabe directamente que Dios no existe; que no ve por ningún lado la mano buena de un ser bueno. Que han sucedido y están sucediendo demasiadas cosas malas, dolorosas, tristes: guerras, epidemias, crispación y violencia… Y que, antes que vivir en conflicto con una creencia que solo les aporta inestabilidad, lo mejor es descartar cualquier ilusión de consuelo.
Alguno de los amigos con los que me he reencontrado en estos días navideños ha sido muy sincero: ha perdido la fe y el peso de los años -especialmente los últimos años- le ha agriado la mirada sobre la vida. No hay un Dios con nosotros para él.
Esta persona, con esa urgencia que nos da el paso de los años, movida de esa decisión de no perder el tiempo en rodeos sentimentales ni retóricos, me ha llegado a decir: “no sé cómo aguantas una vida tan idealista”. Lo que yo llamo el don de la fe, para él es un exceso de idealismo.
Y uno no puede menos que quedarse pensando. Y llegar a ciertas conclusiones con la misma sinceridad. Entiendo que habitar un espacio vacío de sentido, un significante sin significado, algo a lo que continuamente hemos de aportarle un relato que ya no brota de su relato originario debe ser, cuando menos, fatigoso: una carga pesada.
Celebrar la presencia de un Dios en el que no crees hace que cada signo de fiesta se perciba con incomodidad: visitas, regalos, comidas familiares, belenes, cantos…
Es como vivir en el espacio de una hermosa playa abierta por el mar pero de la cual el mar se ha marchado. Y ahora está invadida por carruseles inorgánicos, luces de feria, rostros con sonrisa quirúrgicamente sostenida, ensoñación alquilada.
Habitar un tiempo, aunque solo se trate por unos días, cuyo sentido redentor no me redime de nada debe de ser agotador. Una especie de burla sarcástica de la que ya no queremos formar parte.
Se suma a ello la necesidad de ser obligatoriamente felices por Navidad, de parecer felices a toda costa. Lo cual se convierte en una huida hacia adelante en dirección a una alegría de última hora. Una espiral que añade frustración a la frustración mal resuelta.
Uno rumia las razones de sus amigos y, al final, debe hacerse a sí mismo el favor de ser honesto. Habitar su verdad: el regalo de la fe es igual que el regalo del nacimiento de Jesús y el regalo de nuestro propio nacimiento. Experimentar la trascendencia y la cercanía de Jesús nacido niño, por más insignificante que parezcan las circunstancias, cambia cualitativamente nuestra forma de estar en el mundo y de interpretar el regalo que en nuestra propia humanidad Dios nos hace a nosotros mismos.
Entre la oscuridad y la luz, entre la salvación y la desgracia, media tan solo una palabra: hágase. Y entonces todo es distinto, al igual que una estrella es solo una chincheta clavada en la inmensa oscuridad del universo y, sin embargo, basta su luz para atravesar el desierto y orientarte en la noche.
Hay luz que se enciende solo mientras caminas. Donde se abre una playa, el mar no está muy lejos.
Por eso esa tristeza de algunas personas en Navidad me hace pensar que la tristeza en realidad no existe; es una ausencia de alegría. Y ya sabemos bien que las ausencias hablan de una presencia. Son, como diría George Steiner, una nostalgia de absoluto. A lo que añadimos que la nostalgia es un sentimiento que se refiere al futuro.
El futuro existe en la medida que se acepta, se recibe. Pero no deja de existir por el hecho de rechazarlo, lo cual es muy molesto y, honestamente, me devuelve al mejor de los puntos posibles: si soy futuro y el futuro viene a mi encuentro, tiene mi misma carne y habla mi idioma ¿qué más puedo pedir? Hay cosas que tan solo se comprenden cayendo de rodillas y adorando.