Feb
Es verdad
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El poeta y amigo Luis Alberto de Cuenca ha leído su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia.
Con ocasión de ello, la tercera de ABC del día 7 extractaba sus palabras. En ellas de Cuenca alude al poema Lepanto de G. K. Chesterton como uno de los grandes poemas épicos de la historia. Curiosamente esta semana hemos inaugurado el Año Jubilar que celebra el cincuentenario de la coronación de la Virgen del Rosario de Granada, la cual, según la tradición, es la que iba en la nave de D. Álvaro de Bazán en esa la más alta ocasión que vieron los siglos, en el decir de Cervantes, quien también estuvo allí.
Así es que no he desaprovechado la ocasión para, en amistad, pedir a Luis Alberto algún poema al respecto, el cual honraría y enriquecería el acervo de nuestra Archicofradía del Rosario de Granada. Aunque, como es lógico en estas cosas, si la inspiración no llega no hay nada que hacer.
Sin embargo lo que más llamó mi atención fue el párrafo en el que de Cuenca subraya que, cuando el poeta revela pormenores de su biografía más recóndita, nos está procurando una información preciosa y fidedigna acerca de alguien que no es real en la medida en que no tiene un nombre propio determinado, pero que sí es real en la medida en que representa, simboliza o encarna las reacciones psicológicas, los miedos, los afectos o los rechazos que experimenta el grupo humano. Por todo ello, no es difícil adscribir a un nombre propio individualizado cada una de esas pulsiones presuntamente colectivas que no son tales, pues han partido de la invención de un ser humano individual —el poeta— acerca de aquello que bien podría haber sucedido, aunque no lo haya hecho de manera documentalmente probatoria.
Hay cosas que no han sucedido pero que dicen una verdad que sin ser expresada en el poema no podría salir a la luz.
Y me he dado cuenta de que este párrafo llamaba mi atención porque andaban en mi cabeza una serie de preguntas que me han hecho a propósito de este poema que circula por ahí y yo ahora pongo por aquí:
DEDICATORIA
A la taxista de Madrid
que después de una noche
de juerga y de pecado
intenso me condujo hasta el hotel
y hablaba de sus hijos y llevaba
un jersey con pelusas y unas gafas
antiguas y una trenza
de amor sobre la espalda;
a la taxista que decía
que aparcaba a las ocho
y que se iba para el piso
del barrio de San Blas
a hacer el desayuno; a la taxista
que no volveré a ver y que a la hora
en que las azoteas de Madrid
se teñían de rosa y algún pájaro
mostraba en el reverso de sus alas
un rosa aún más intenso
sin duda proveniente
del lado de la aurora; a la taxista
que vio mi vida entera
desfilar por mis ojos
en el retrovisor de la mañana,
la vida que salvó,
la mía, aquí le dejo.
Antonio Praena.
Inédito