Jul
El recelo del agua
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El recelo del agua, de Bibiana Collado
En esa extraña relación entre poeta y lector, hay veces en que tenemos la sensación de que el poema no reposa ni en el uno ni en el otro, sino en ambos y en ninguno. Por ejemplo, cuando asistimos al acto de su autonomía, una autonomía que se sostiene en su verdad, su verdad poética. Entonces el lector tiene que decirle a la poeta que lo siente, pero que es poeta lo quiera o no lo quiera, que es poeta pese a que esto le va a doler siempre.
Algo así sucede al leer “El recelo del agua”, de Bibiana Collado. Poemas en alto grado de poema que imponen su soberanía y abren un espacio que nos deslumbra y nos duele. Asistimos a ese extraño fenómeno que sólo puede ocurrir en lo poético mediante el cual el dolor alumbra algo hermoso y la hermosura nos duele.
Nacida en Burriana en 1985, licenciada en Filología Hispánica, Master en Estudios Hispánicos avanzados, Bibiana Collado no es nueva en el panorama édito de la poesía española. Aunque ya antes nos había entregado “Poemas sueltos” (Premio Voces Nuevas y Premio Universitat de València) y “Como si nunca antes” (Premio Arcipreste de Hita), tenemos ahora la certeza, sin embargo, de que va a quedarse, porque se ha abierto en ella una vibración autónoma que no podemos nombrar de otro modo que emocionar la inteligencia.
En efecto, “El recelo del agua” es uno de esos libros que tiene vida propia. Habla incluso cuando lo hemos cerrado. Activa en el tiempo un temblor que no puede ser ignorado porque su estruendo sordo brota de una forma de amar personal y de familia, íntima y social, que ya existía antes, pero que ahora se ha desgajado del miedo de las cosas que se mascaban en voz baja.
“El recelo del agua” tiene voz de mujer. Y con esto decimos que una larga estirpe de mujeres nos sale al encuentro en sus poemas. Mujeres que no fueron a la escuela, mujeres que guardaban un ajuar por si acaso, mujeres que cuidan a mujeres, mujeres que con catorce años trabajan 12 horas remachando bolsos en una fábrica, mujeres que extienden juntas las sábanas sobre una cama para la enfermedad futura, mujeres que se consuelan mutuamente y, mutuamente, a la vez se culpan sin poderlo decir, mujeres que bajaron del cerro, mujeres que tienen una cicatriz de quemadura muy antigua, mujeres que son hijas de su madre y madre de su hija y después madre de su madre y luego hijas de sus hijas. Mujeres que comulgaron con un traje amarillo en una foto de habitación sin ventana de la que se han borrado los padres pobres y las chozas pobres y luego asisten a la comunión de la hija del patrón en mesa aparte. Mujeres con 15 minutos de descanso y un termo de café para apilar cítricos junto a mujeres cuatrocientas en una nave industrial y manos astilladas de escarcha y madrugada. Mujeres que fueron maestras de francés y que no fueron maestras de francés.
Bibiana se ha valido en este libro de una técnica que tiene el buen gusto de pasar desapercibida formalmente y mediante la cual ha superpuesto tiempos, lugares, biografías. Las realidades cobran así perspectiva y llegan a nosotros como verdad. Pero a la vez, esa verdad se materializa en verdad social y cultural, porque Collado superpone también estratos de cultura. Cultura no es un añadido a la vida sino una dimensión más de ella. Por ello, mujeres del sustrato bíblico, mujeres de las letras, como Santa Teresa o sor Juana, y mujeres con Alzheimer y olvido, conviven con mujeres de las fábricas porque sus diferentes dimensiones con Alzheimer y sin olvido lo son de una misma historia que es la de ellas y es la nuestra, aunque nos hiera aceptarlo.
El arte de Bibiana cobra, finalmente, una dimensión que convierte éste en un libro irrenunciable cuando también irrumpe -y no sé hasta qué punto es consciente de ello- en el espacio sagrado; y, así, por ejemplo, celebra una eucaristía en el mismo acto en que una mujer parte el pan para otra y acerca una copa a otra mujer: Y Bibiana no sólo hace comulgar dos espacios semánticos que alimentan alma y cuerpo, sino que hasta aúna dos mundos sonoros, el de la anáfora consecratoria -donde sólo la voz de hombres se escucha, según la tradición católica- y el de la forma en que ella dispone sus versos: (“se acerca, parte el pan / y se lo da diciendo:/ Coma madre, que apenas / ha probado bocado. / Después le llena la copa / y se la da diciendo: / Beba usted despacito, / no se vaya a atragantar.”).
Algo similar ocurre en el poema “El beso de Judas”, que concita también el plano de la pintura trayéndonos a los ojos una obra de Caravaggio: parece que hasta el miedo de Dios es mejor captado desde los ojos de una mujer.
“El recelo del agua” es un libro estremecedor. Catárquico y anticatárquico, pues, a la vez que trasmuta en su propio poema el miedo de los de abajo a no saber nunca lo suficiente, a que se nos note la pobreza que llevamos en los huesos, como en un acto de justica y superación, a la vez, digo, y en el mismo exorcismo verbal, lo deja para siempre temblando, imposible ya de ignorar, como tiembla el agua en un pozo que aún está vivo y mana y del que no podemos curarnos.