Jun
El olivo
2 comentariosIcíar Bollaín resulta interesante casi siempre. Incluso cuando elige un camino de subrayados previsibles que podrían acabar en el panfleto, los temas que propone no nos dejan indiferentes. A Bollaín se le agradece, sobre todo, lo bien superada que tiene la dialéctica que en otros autores aún contrapone ética y estética, modernidad y tradición, realismo y utopía.
Siempre me he preguntado por qué una historia concreta, esta historia cualquiera, llega a convertirse en novela, poema, película. Uno de los aspectos que hoy se estudia en diversas disciplinas artísticas es no tanto la inspiración como los procesos creativos. Hay tantos como artistas y autores. Ese seguimiento de procesos creativos trata de centrarse no tanto en el artista desde el punto de vista de alguien con “genio” o “talento”, como en la relación de éste con la realidad, el tiempo y los otros.
¿Cómo llega, por ejemplo, un hecho histórico como el sermón de Montesinos -la homilía que en 1511 denunció el trato dado por los encomenderos a los nativos americanos y que desencadenó una serie de debates que son origen del derecho internacional- a las manos de esta directora y se convierte en una película sobre las actuales políticas comerciales en América Latina? Así ocurrió en “También la lluvia”.
Ahora, en “El olivo”, Icíar Bollaín nos habla de algunos de estos árboles que, milenarios, plantados por los romanos incluso, han sido arrancados y vendidos para decorar rotondas, fincas o edificios de grandes empresas. Es una metáfora de la España de estos últimos tiempos. Y, si bien es cierto que esta directora me gusta más cuando sus historias son más pequeñas, cuando las posiciones son menos de manual y de doctrina -sigo prefiriendo su cinta “Flores de otro mundo”, sobre chicas latinas que vienen a habitar pequeños pueblos de la vieja Castilla-, esta nueva entrega me ha dejado huella.
Más allá de las intenciones -las mejores intenciones hacen la peor literatura-, me quedo con lo menos previsible de “El olivo”. Posiblemente algunas batallas están perdidas de antemano, pero la victoria no consiste (sólo) en recuperar lo vendido o en derrotar a corto plazo a los goliats de este tiempo, sino en aprender el arte del injerto. Un nuevo orden no se improvisa. No lo habrá sin cultura (también agri-cultura), la cultura aprendida y heredada de nuestros mayores (también nuestros libros mayores).
Cultura es eso que nos enseña a distinguir entre precio y valor, entre cash y sentido, entre éxito y dignidad.
Por la película desfilan el papel que las redes sociales tienen hoy a la hora de sensibilizar y movilizar en algunos de los procesos de cambio que estamos viviendo. Habla de ecología, de corrupción especulativa, del significado identitario que conlleva la modificación del paisaje, de relaciones intergeneracionales y su reflejo social, de una España que desconoce sus raíces y malvende lo mejor de sí misma.
Pero su acierto consiste en girar hacia la parte menor, que acaso sea la más importante: nosotros mismos, cada uno, como persona. De nuestras contradicciones. De nuestra tendencia a colaborar con la parte de nosotros mismos que más daño nos hace y si esto es vencible. De cómo una pequeña rama de olivo será una prenda real de esperanza si sabemos, si hemos aprendido, pues eso, el arte del injerto que, por más centenario que sea, hemos heredado en la manos muy concretas de alguien.
Llena de imágenes y metáforas potentes -algunas demasiado obvias-, “El olivo” es una película que debemos ver. Especialmente si nos debatimos -social, cultural, políticamente- entre la apatía o la violencia, entre la resignación o la inmediatez. Tener raíces nos permite ir adelante y hacia arriba. Lo malo es darse cuenta tarde.