Ene
El mirador de piedra
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Que algo se mueve en la poesía española contemporánea es evidente. Nuevas voces, nuevos aires, nuevos hallazgos.
Una de la características que encuentro en estas últimas tendencia es la búsqueda de un horizonte nuevo, un no sé qué que está en el límite de la palabra, de la vida, de la naturaleza y del mundo y que, de entrada, me atrevo a llamar horizonte trascendente, por más que éste no sea religioso y se trate, en todo caso, de una trascendencia profundamente arraigada en el aquí y en la materia, en la inmanencia hermosa de este mundo y este tiempo.
Pero el vuelo hacia lo distinto es a veces errático. Lo desconocido, el misterio de las cosas más profundas y más elementales, parece que no se encuentra muy a gusto en propuestas y versos que parecen distintos pero que no lo son y, sobre todo, no dicen nada y hasta pueden estar simplemente jugando al “te golpeo, oh lector, oh crítico, con mi genialidad”.
La cuestión fundamental me parece que es esta: ¿cómo y, sobre todo, quién activa lo distinto, dice la hora mágica, el misterio del mundo, lo más allá que nos rodea y, a la vez, nos trasciende, de una manera verdadera, honesta y lo suficientemente valiente como para que este misterio se deje sentir, quiera anidar auténticamente en sus versos?
En quienes esto sea una realidad felizmente alumbrada está la clave de la poesía futura, la que ya está llegando. Y, desde luego, para mí uno de esos poetas diferentes y de ningún modo domeñables por cualquier otro interés que no sea la libertad, la belleza, la profundidad y el riesgo es Rubén Martín Díaz.
Ya nos había asombrado con “El minuto interior” (Rialp, 2009), merecedor del premio Adonáis, y ahora vuelve a confirmar lo que allí anticipaba regalándonos “El mirador de piedra” (Visor, 2012), merecedor del Premio Hermanos Argensola.
Encontramos en los veros de este libro ese algo más al que apuntábamos: un vuelo hacia el fulgor y una inmersión en el misterio de la naturaleza y del hombre que no necesita romper la lógica, la armonía, la claridad y la compresión para introducirse y arrastrarnos consigo hacia zonas de la realidad y del lenguaje que trascienden lo meramente visible estando profundamente inmerso en ello.
Los poemas consiguen despegar de lo ya sabido, lo ya dicho y sus escenarios, sus tonos y sus registros sin necesidad de golpearnos con rarezas, extraños silencios, misticismos vacíos o rupturas sintácticas. Y es en ello donde considero que la poesía de Rubén se nos presenta como exponencial de esa novedad que venia queriendo romper en la poesía española, lográndolo desde lo mejor de la tradición y haciéndolo como si no fuera difícil.
En “El mirador de piedra” está Claudio Rodríguez y a veces escuchamos a Colinas, el último Vicente Gallego, Javier Lorenzo o algún eco de Carlos Marzal (ese preciso empeño de los días / que estriba en arrimar su lumbre al ascua). Pero Rubén es completamente su propia voz y ello, ser él sin pretenderlo y sin subrayarse a sí mismo, es lo que permite esta simbiosis de influencias. Lo que hace el libro tan suyo, tan de todas otras voces y tan nuestro.
Acoge en el poema el paisaje que mira y abraza con la palabra lo mirado:
No te pienses el agua desde ti,
sé el agua desde el agua
y no regreses nunca a la duda del hombre.
No hay mera recreación de la naturaleza; hay fusión entre el paisaje y la verdad de las cosas que en él se esconde y que se manifiesta en la voz del poeta sin que el poeta lo agote, lo atrape, lo posea. Hay sujeto y no lo hay.
El libro se distribuye en tres partes flanqueadas por un preludio y un epílogo. El preludio nos prepara para fundirnos con la naturaleza y el epílogo culmina revelándonos el secreto del mirar: captar el detalle y preservar la armonía del todo.
En la primera parte un paisaje concreto de la Sierra de Cazorla y sus naturales habitantes son los protagonistas. Son los nombres concretos de animales, fuentes, picos y el propio mirador que da nombre al título y al que el poeta ha regresado encontrando lo que allí dejó de niño y algo más: ahora él es un hombre que mira -sin que le preocupe definir ese mismo acto- y todo se le ofrece en el misterio de la luz, la gran presente en todos los poemas y la que está sin que nos sea necesario disertar siquiera sobre su esencia. Encontramos en esta primera parte algunos de los versos más hermosos del libro, como los del poema “Ceremonia del alba”, quizá mi poema preferido de este libro mirador:
Has de aprender a convivir con ello.
Cuando el día despunta te abandonas
a un letargo que es como desnudarse
de cuerpo para adentro, ser la luz
en cada poro abierto de la noche.
(…)
Pero vivir del gozo tiene un riesgo
que has de correr: la carne se desgasta.
En el detalle está el secreto del todo. No necesita quien contempla este paisaje abarcar ni decir con palabras totalizadoras y abstractas ese todo y esa nada. Basta entregarse a lo concreto, estar con humildad en lo concreto y dejarse ser en ello.
En la segunda parte partimos de la sierra hacia otros paisajes, respirados esta vez por el poeta y vivos en él. Siguen siendo concretos y materiales, pero de una forma diferente: en la memoria, en la respiración, en la conciencia, en el lienzo. “Lo contemplado está en el pensamiento”. El atardecer, el aguacero o la rama madre son la imagen de un paisaje conceptual, interior, pero salvado precisamente de la fría abstracción por la concreción material de estas imágenes. Está la conciencia contemplando, pero es una conciencia desubjetivada. Se ha unido a las cosas y es en ellas. No se importa a sí misma.
En esta parte el lenguaje se vuelve más conciso y certero como corresponde a ese conceptualismo material característico ya de Rubén Martín. Uno de los poemas que mejor lo expresan es “Hacer leña”:
Cada mitad es la otra, sin ser la misma
pues todo lo que fue
un solo cuerpo
mantiene intacta la unidad. (…)
Y por esta senda depurada continúa la tercera parte, en la que precisión y transparencia intensifican cada una a la otra. El aire, como espacio de la transparencia de las cosas y de la conciencia en ellas, es el hilo conductor y el autor se va haciendo, como el aire, cada vez más transparente. En los poemas de esta parte encontramos una voz precozmente madura. A la concisión e intensidad viene a unirse la fluidez, esa característica de estar escribiendo sin demasiado cuidado de ello mismo que le otorga a la profundidad una asombrosa y paradójica naturalidad:
¿A qué verdad de quien
de qué, me debo ahora?
Si estoy solo en la luz
y yo soy todos, ¿soy
también la transparencia?
¿Acaso soy la luz?
Pues no sabemos, Rubén, si eres la transparencia y la luz. Pero nos has dejado muy dentro de ellas.
Un libro excelente que no podemos perdernos de ninguna manera y que perdura en nosotros mucho después de leerlo. Una obra en la que encuentro lograda esa tendencia hacia el misterio de las cosas, la naturaleza y el hombre que venía abriéndose paso en la poesía española joven y que no siempre se alcanzaba. Creo que un libro imprescindible y de referencia para una generación que ya está aquí y en la que Rubén Martín Díaz tiene, por mérito propio, un lugar preeminente.