May
El derecho a odiar
3 comentariosPues no, no le reconozco derechos al odio. Una cosa es reconocer que odiamos, que podemos sentir odio, que a veces lo mejor sea reconocerlo si de verdad queremos superarlo, y otra admitir impasiblemente que el odio tenga carta de legitimidad, que sea uno de los derechos que nos otorgamos a nosotros mismos.
Porque la fuente del derecho no es el capricho autoindulgente, sino la dignidad de la persona concebida en su verdadero ser, que es relacional. “El otro” forma parte de mí. Odiando, me rebajo a mí mismo. ¿Y a qué viene esto?
El anonimato de las redes sociales, cierto periodismo que algunos, con razón, denominan “de cloacas”. Cierta telebasura que hace omnipresentes en los medios a personajes absurdos y frívolos que venden su vacuidad a precio de oro por platós televisivos en los que se aplaude el lenguaje soez, el insulto y la descalificación gratuita. La falaz equiparación de la sinceridad con la mala educación. La intención de hacernos creer que es libertad de expresión o derecho a la información lo que en realidad es un modo de hacer dinero fácil mediante un amarillismo especialmente diseñado para las audiencias más vulnerables, las de aquellas vidas cuya aventura más apasionante es proyectar sobre ridículos famosos, famosos por nada interesante, su propio aburrimiento o su propia frustración. El espectáculo de tertulianas maquilladas como puertas que lo mismo lanzan hipótesis sobre el asesino, que se convierten en especialistas en derecho, o en psicólogas, o en filósofas sociales y chupan cámara tratando de mantener el pico de audiencia según les vayan indicando por el pinganillo que suban o bajen el tono mientras el video morboso se repite y se repite en bucle… A esto me refiero.
Hace años se pusieron de moda los estudios que analizaban hasta qué punto las convenciones sociales influían en nuestras convicciones morales. Simplificando, se ponía de relieve cómo el hecho de ser aceptados, de acomodar nuestros valores morales a lo aceptable o a lo correcto socialmente hablando, nos podía llevar a mantener posiciones morales “convencionales”, incluso cuando en nuestro fuero interno o privado no coincidiésemos exactamente con aquello que en nuestro comportamiento externo dejábamos entrever. Es decir, el contexto social hacía de “molde” moral. Y no era lo mejor, pero al menos ayudaba a “contener” lo peor. Cuando el muro de contención social se corrompe, ¿qué más da lo moralmente bueno, si en la anarquía del anonimato podemos vomitar contra los demás nuestro malestar consciente o inconsciente?
Decía San Agustín que, cuando un hombre se eleva, todos nos elevamos. Pues bien: cuando un hombre se degrada, entre el aplauso y el regocijo, todos nos degradamos.
Reivindico una ética de los medios. De lo contrario, lo que se deteriora es la convivencia.