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Destinados a la belleza
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En el principio ya existía la belleza. Y la belleza estaba junto a Dios. Y la belleza era Dios. Vino a los suyos la belleza. Pero los suyos no la recibieron. Prefirieron la fugacidad de la belleza a la belleza misma. Los suyos siguen en su busca. La alcanzan y la pierden. Con demasiada rapidez, con avidez incompatible. A tientas tantas veces.
No es necesario esperar hasta la afirmación de Dostoievski en el siglo XIX, cuando, a través de uno de sus personajes, profetiza que, al final, nos salvará la belleza. Si hacemos caso a las interpretaciones más libres del prólogo del Evangelio de San Juan, podemos decir que el logos, la palabra que al principio existía, era ya la belleza, la armonía, la medida proporcional y proporcionada al hombre y en imagen de la cual el hombre fue creado y que por eso el hombre busca, ansia, necesita belleza, siendo ella quien se ha puesto en manos del hombre.
En efecto, parece que el ser humano está llamado a buscar la belleza y a encontrarse con ella. Más aún: a amarla. De este destino daba cuenta el mismo San Agustín al afirmar:
¡Tarde te amé,
belleza tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
El carácter nuevo de la belleza brota de su misma realidad, que todo lo muestra a la luz de una luz distinta y nunca repetida, una luz recreadora de las cosas. Su carácter de belleza antigua parece aludir a su carácter radical, a ese estar suyo arcanamente presente en nosotros, como una constante que siempre nos ha acompañado y movido. La belleza nos es constitutiva. No somos hombres ni mujeres vivos sin belleza y sin su busca. La pérdida del asombro, de la capacidad de deslumbramiento y de gozo en ella estaría apuntando a un déficit o una anomalía en nuestro constitutivo humano. Si un día dejáramos de asombrarnos y conmocionarnos por la belleza, estaríamos comenzando el camino de la deshumanización.