May
del hombre / que observa lo que no comprende y se estremece
1 comentariosEs un riesgo abordar algunos temas en poesía. Lo difícil ante ellos es resistirse a la atracción de ciertos polos, como pueden ser el sentimentalismo, el subjetivismo, la emotividad como reclamo, los lugares comunes. Hay que poseer el don de la mesura, ese equilibrio que mantiene a raya el pálpito inmediato pero, a su vez, no ahoga en la frialdad de la inteligencia la pujanza de las cosas verdaderamente sentidas. Dificilísimo, vamos.
“Vértices”, de Francisco Onieva (Visor 2016) es un poemario impecable y ejemplar en ese sentido. ¿Cómo ir más allá en estas cosas de la emoción sin sucumbir al confesionalismo sensiblero que aquello que tiene que ver con la propia biografía parece demandar algún tipo de lector? Perdón, que aún no lo he dicho y sin decirlo estos comentarios no se entienden: “Vértices” aborda, como poco, la paternidad del poeta.
Las hijas se convierten en patria: Sois la única patria / en la que vale la pena creer, leemos en un poema titulado “Blanca y Marta”, y que no necesita más de dos versos para estar pleno.
Ya aquí hay un elemento fundamental. El poeta está separado de sí. No mira su rostro. No le importa su imagen. Si algo queda de un “yo”, es su fuga. Si hay primera persona, lo es desubjetivada, mediada a través de quien ha salido de sí y se contempla desde los ojos de sus niñas -esto no es sólo un retruécano-, o desde los propios ojos, no ya desposeídos, sino luminosamente ofrendados, plenificados de don.
Es esa plenitud de saberse en el tú del otro la que madura también a nuestro autor, pues llega, de algún modo, a la experiencia de lo inefable, la que no puede ser transcrita, sino sólo testimoniada. Los poemas son una forma de mirar con los ojos cerrados, la manera de eternizar la dicha. No pienso en transformar la armonía en palabras. / Tampoco creo que sea posible.
Luego sólo hay que dejar que la poesía cumpla su destino. Y eso hace con el lector: la verdad vital que estos poemas nos regalan, lejos de apegarnos al ego, a la subjetividad excrecida, por medio de un ejercicio de plena madurez, ascesis y vigilancia intelectual del autor, nos mantiene en el espacio tensionalmente abierto entre la voz pronunciada/escuchada y el referente vital ofrecido/recibido. Este último es así trasmutado en referente literario universalizable.
Según el DRAE, "vértice" es el "punto en que concurren los dos lados de un ángulo".Dos realidades configuran ese vértice. Pero si pasamos al plano de le tridimensionalidad, como parece recoger el mismo DRAE en su segunda acepción, tendremos que "vértice" también es "punto donde concurren tres o más planos".Tres son ahora los elementos que entran en la constitución del mismo.
Los poemas de este libro se constituyen como verdaderos vértices en la concurrencia de las vidas, las del padre con las de sus hijas. Pero no sólo la vida, encarnada ya en poema, es fruto del encuentro, de la confluencia libre con el otro o las otras. Vértice es, igualmente, ese lugar donde se funde certidumbre e incertidumbre, lo decible y lo indecible. Y así -lo que hace de este un poemario absolutamente especial-, la escritura misma concurre en una dimensión ya tridimensional.
Porque estamos ante una obra que redimensiona, sin complicar ni oscurecer los diferentes planos de lectura, el hecho mismo del acto poético. Metaliteratura, metapoética, Onieva nos hace asistir a la difícilmente plasmable confluencia de ser, ser-en-otro y ser-escrito, constitutivos mismos del acto creador. Tres vidas en una sola escritura o tres escrituras en una sola vida. El padre engendra, pero el padre es engendrado como padre por y en el ser del otro, y, ambos, son en cuanto que acto de ser escrito.
Parece complejo, pero es sencillo. Parece sencillo, pero es complejo. Pocas veces una metafísica (de la paternidad, de la creación) tan elevada alcanza una claridad tan meridiana: La hibridación de tiempo y luces / habilita un paisaje que me exige cuentas. / Lo simplifico.
Lo más hermoso de este hermoso libro es que estas consideraciones pueden ser pasadas por alto perfectamente para quien prefiera prescindir de ellas, porque es cualidad de toda verdadera obra de arte hablar desde sí misma ajena a sus análisis. El arte sólo por el arte se conoce, el poema sólo por el poema se justifica: Os llamo con las palabras del hombre / que observa lo que no comprende y se estremece.
Y, de este modo, lo que tiembla, lo que está profundamente emocionada, no es una dimensión sentimental del individuo, sino la inteligencia toda transversal del entero autor y del lector entero.
Cuando la emoción es inteligente, la inteligencia ya es toda ella emoción. Lo cual conlleva ausencia de artificio, trucos, efectismo: Hoy vuelvo a mi habitación primera. / Todo parece estar en el lugar de siempre. / Incluso yo. / Por fin escribo de mí sin disfraces. / Es una inexplicable paz de fuego encendido.
Sólo queda dejar constancia de una cosa. Que este milagro (el que ocurre dentro del libro y el que el libro significa para nosotros, sus lectores), este asombro de ser sin ser, se desvanezca un día. Pues si la madurez y la paternidad ha llevado a Francisco Onieva a regalarnos estos poemas, también la madurez nos lleva a atisbar, cada vez más escueta y terrible, la certeza de la muerte: Y me da miedo mi alegría.
No importa. Esto es ya eterno: La lámpara apagada aún conserva el mundo.
También contra la muerte nace la poesía: Amarte es la resurrección de un hombre / que agradece los dones recibidos / —no sé muy bien a quién— / porque vivir es una invitación, / y no un crédito hipotecario.
Bienaventurado el don que Francisco Onieva ha recibido. Correspondan al Creador de todos los dones leyendo este poemario.