Feb
Cateto en el Palau
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No sé por qué, pero la música de Schubert me hace ver películas. Ayer Daniel Barenboim interpretó al piano dos sonatas del músico del siglo XIX y yo tenía dos opciones: o bien perderme en el jaleo de opus, números, variaciones estructurales, matices, inventivas, densidades y coloraciones o simplemente dejarme llevar por la música como si no fuera de Schubert ni fuera Barenboim el que tocaba. Y opté por lo segundo.
Fue entonces cuando vi la película. Bueno, más bien documental, porque las imágenes partían de la realidad, aun cuando fuera una realidad que ya nunca más volverá a existir. Recorrí, como si a una sesión hipnótica me hubiera sometido, la casa en la que transcurrió mi infancia deteniéndome hasta en los más mínimos detalles: los rodapiés, el aspecto de cada enchufe, el peso y el sonido de cada puerta, la diferente luz de cada ventana, el olor y la densidad de cada habitación, la temperatura de los sábados de limpieza, el dibujo de una losa partida…
Cualquier amante de la música me tachará de tonto y de cateto. Pero hace tiempo que dejé de leer cartelas de museos y programas de mano. Los dejo para otra ocasión cuando el disfrute está ante mí. Me parece hasta pedante no levantar la vista de las explicaciones, querer "abordar" la comprensión de una obra de arte en vez de dejarte arrastrar por ella.
Me cansa comprender cuando el placer tan sólo pide que me entregue.
Nos ocurre con el arte lo que a veces a la teología le ocurre con Dios y a la metafísica con el ser: nos quedamos atrapados en el "qué es" y nos olvidamos de "que es".
Hoy Schubert no pertenece al siglo XIX y en los ademanes de Barenboim ni me fijé. Tan sólo sé que el desaparecido tiempo de la felicidad en aquella casa, de la que quedan sólo la fachada y cuartos en ruinas, vive en mí. Y en Schubert y en Barenboim, aunque ellos nunca lo sabrán. Ni falta que les hace.