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Amigo Juan Manuel de Prada:
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No suelo entrar a estos debates. Se supone que este es un blog fronterizo entre el mundo de la cultura y el arte y la fe. Pero el tema que me ocupa también puede verse como una relación de forma y contenido. Además, el punto de partida de mi reflexión es un artículo de Juan Manuel de Prada, autor que en alguna ocasión ha citado este blog en su página del XLSemanal.
Se quejaba de Prada de la descomposición en que ha devenido la vida religiosa en su proceso de identificación con el mundo, cuando lo que tendría que hacer es ser distinta del mundo para atraerlo. Aparte de que su punto de partida no me parece generalizable, la forma en que él entiende la fidelidad de la vida religiosa a su verdadera vocación me parece equivocada.
Se queja, para comenzar, de que hemos dejado de llevar el hábito. Bueno, no debe de estar muy informado porque el hábito lo vestimos. Pero, ya que este tipo de razonamientos me parece superficial, no voy a secundarlo. Me importan más las cuestiones de fondo.
Y sí, por decirlo directamente, la vida religiosa debe diferenciarse del mundo, pero no en su envoltorio sino en la manera en la que el mismo Jesucristo se diferencia del mundo, la cual es una manera de estar más dentro del mundo de lo que el mundo lo está de sí mismo para instalar dentro de él el germen de felicidad y de belleza en el que y para el que el mundo fue creado.
Es cierto, los consagrados tenemos que ser distintos. Pero hay formas extravagantes e impregnadas de banalidad de ser diferentes. Nada tienen esas que ver con el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios nacido en un pesebre y dado a conocer a gentes de mal vivir.
Intento sumergirme en el misterio de Cristo para preparar estas palabras y lo último que se me ocurre es pensar en el hábito que cuelga de una alcayata en mi celda y que dentro de un rato me vestiré para ir a vísperas; o en que debo de abandonar el uso de Internet –este blog, por ejemplo- para ser mejor que los demás; o en que debo de dejar de escribir poesía, ser amigo de poetas gamberros, asistir a sus presentaciones, celebrar sus literaturas –al Cristo lo llamaban borracho, amigo de pecadores y prostitutas- para no contaminarme.
De verdad, de Prada me invita a pensar en la fidelidad a mi consagración, pero lo último que se me ocurre es que debo de dejar de ver en la tele los partidos del Madrid –en pacífica, eso sí, convivencia con mis hermanos barcelonistas- y expresar mi entusiasmo por las jugadas de mi paisano Callejón para ser santo. Pienso en Cristo y lo último que se me ocurre es que debo recluirme en una sacristía, vestirme de oscura tristeza, dejar de compartir y repartir mi corazón entre los desesperados del mundo –tan sedientos, también artística e intelectualmente, de un corazón inquieto y sincero- para alcanzar la perfección.
Y, aun así, de Prada tiene razón. Hemos de ser distintos y radicales. Sólo que se equivoca en forma y contenido -¿qué importa el contenido, el Evangelio mismo, el destino de un hombre asesinado por la conspiración de los, eso sí, muy piadosa y visiblemente responsables religiosos de su tiempo?-. Sí: hemos de ser distintos, sólo que en el misterio de Cristo, ser distinto del mundo es una forma de entregarse –hasta la extenuación- al mundo para que el mundo tenga vida y la tenga en abundancia.
Posiblemente esta vida religiosa no es diferente del mundo. Hemos de ser distintos. Pero ser distinto –desde la perspectiva de Aquel cuyos caminos no son nuestros caminos- significa ir más allá: en más amar; en menos poseer; en derramar más intensamente nuestra vida por la Verdad y toda verdad que venga de la Verdad y en el Espíritu Santo salga a nuestro encuentro –o nos llame a salir a su encuentro- siendo distinta de la verdad que nos gustaría; en ser más humildes y menos arrogantes; en ser más radicalmente castos, es decir: en querer con más absoluto, loco, desinteresado, contracorriente, contracultural, insobornable amor. Distintos, sí. Distintos en siempre hablar con Dios, llevando tan dentro de nosotros la oración y la unión con él que se nos salga por los poros de la mirada y del cuerpo.
Y aún más. Me lo aplico como dominico. También, como predicadores, crísticamente diferentes del mundo y más exigentes: más atrevida, radicalmente estudiosos de cuanta luz y belleza quiera alumbrar en este mundo, la diga quien la diga, la pinte quien la pinte, la versifique quien la versifique –ni un relajo religioso aquí-. Más predicadores en los foros –como Pablo: “me dedico a los paganos”- del saber y del no saber; los más difíciles, cuestionantes, adversos, incluso, areópagos de este mundo.
Seamos sinceros, compañero de letras y amigo Juan Manuel. Nada nos engañe menos, pues, a nosotros que un recurso literario. Distintos y mejores, sí -gracias por recordárnoslo- en nuestra consagración. Cualquier otra sabiduría, género o estilo, cualquier tela que revista la verdad, cuando no es la gloria de Cristo la que subyace bajo el hábito, no es sino la tela que envuelve el cadáver, la cal que enjalbega el sepulcro.