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A pie de isla
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Una de las cosas que más tristeza me produce es la mirada turística con la que cada vez más frecuentemente venimos mirando el mundo. Embarcan un avión repleto de turistas, los desembarcan en cualquier lugar de cualquier bella rivera; un autobús los recoge, los traslada al hotel y allí les ponen un sello para que, en un lugar delimitado, puedan comer, beber y asistir a espectáculos de folklore globalizado.
Prefiero los viajes a pie de calle, los que me permitan desviar el rumbo, adentrarme en los lugares ocultos a los turistas, perderme, conocer la verdadera realidad, la verdadera forma de vida, el carácter y la situación de los lugareños.
En mi último viaje a Cuba he tenido ocasión de experimentarlo, de adentrarme hasta las más recónditas esquinas de la vida cubana. No siempre disponemos de amigos que nos presentan a amigos que se expresan con libertad, que te abren su casa, que te muestran su día a día, su más cotidiana lucha con la existencia, que te llevan a lugares nada complacientes. Pero yo he tenido esa suerte y quiero expresar mi gratitud por ello.
La mirada turística no afecta tu vida, no te cambia, no te cuestiona. El mundo puede fácilmente convertirse en un gran parque de atracciones donde, bajo la apariencia de conocer, lo único que hacemos es entretener un poco más las cuestiones fundamentales de la existencia y sentirnos especiales tomando fotos de las que luego presumiremos antes nuestros amigos de origen.
Quiero mostrar aquí mi gratitud a quienes en La Habana me han abierto su corazón, sus casas, sus esperanzas y frustraciones, su palabra, sus poemas, sus silencios, su fe, su impotencia y, sobre todo, su condición humana intacta de grandeza frente a la penuria y las contrariedades.