Sep
A los que nunca volvieron a encontrarse
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He estado en Berlín. Llevaba cuaderno y bolígrafos para escribir, pero no he escrito nada. Los museos, las infinitas caminatas, los lugares de la historia –sobre todo esto, los lugares de la historia-, me han tenido la letra oprimida y los ojos asombrados. Sólo al trasbordar en Barcelona llegó apenas un endecasílabo difuso:
“como si nada hubiera sucedido…”
Supongo que esto es como un puñado de semillas que te tragas aún vivas. Poco a poco brotan. Cuando ellas quieren. Como ellas quieren. Y sé que vendrán los poemas, los poemas que se me engendraron en Berlín mientras yo no lo sabía. Las cosas importantes nos ocurren mientras no nos damos cuenta.
Confieso que lloré en el Memorial del Holocausto. Que recé el Padre Nuestro en silencio y tenía cada palabra un significado diferente al de otras veces. Allí, de pronto, recordé que cuando era niño se me grabaron en los ojos los montones de cadáveres apilados que mostraban los reportajes de Informe Semanal. Descubrí demasiado pronto la muerte y me hizo un niño adulto antes de tiempo. Un niño raro. Por eso la muerte acompaña cada uno de mis libros. El primero –sin que tampoco me diera cuenta- nació con las fotos de la guerra de los Balcanes. Esa es su clave de lectura, no hay más.
Y luego la mañana en los restos del muro. Sombría. Inmisericorde. Algunos hombres que habían sido tiroteados intentando saltar al Berlín Occidental morían desangrados en tierra de nadie sin que ninguno de los bandos lo recogiera. Así son las guerras frías. Basta decir eso. O no: porque lo que más duele es saber que hay cosas que ya no se pueden arreglar. Que miles de personas jamás pudieron volver a encontrarse nunca. Nunca es una palabra demasiado terrible como para pronunciarla demasiado. Esto ha sido demasiado; fue demasiado lejos y está demasido cerca -en el centro de Occidente-. Demasido ayer mismo. Demasiado en términos absolutos.
De vuelta a España encuentro este video. Está, como este post, dedicado a quienes nunca volvieron a encontrarse.