Ene
2013, 2014, 2015...
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Los años no saben que pasan. El tiempo no tiene noticia de su mudanza en los calendarios. El desplazamiento de las agujas del reloj nos pone de acuerdo, es consecuencia de nuestra necesidad de contar, de estar sincronizados, de organizar la memoria y el futuro, pero el silencioso cielo violeta del amanecer del día 1 de enero no tenía signos de resaca de la noche anterior.
Y es que poner cifra al paso de los días nos ayuda a saber en dónde estamos, como si de una geografía del tiempo se tratase. Pero no desvía mi atención: me es más necesario medir el transcurso de la vida poniendo en rojo los acontecimientos que no pueden olvidarse. Dibujar una cartografía de las cimas y los valles, de los cruces de caminos, los oasis, las veredas perdidas y los puntos de encuentro en el paisaje interior del tiempo trascurrido.
Sería algo así como un mapa repleto de “personas con encanto”, “momentos en compañía 5 estrellas”, “rostros telúricos”. Mapas de “abrazo histórico”, “ruta alternativa de revelaciones interiores”. Un almanaque con “día del perdón y el olvido” o de “aquí cambió algo”. Un anuario con muchas “noche de poema encontrado” o “vigila de corrección acertada”. Un cronograma cuyas fechas, unidas por una línea de esperanza, apuntan decididamente al “más difícil todavía”.
Atravieso una Puerta del Sol que no declina. Es decir: amanezco como ayer, como mañana, como siempre; por planetario mecanicismo, por costumbre, por voluntad indestructible o pura gracia. Bienvenido tiempo nuevo. Igual que bien viniste ayer y bien vendrás mañana.