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Abr2019La caída del imperio americano
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Abr
Para un miércoles que puedo ir al cine… Y, bueno, la sorpresa: ¿nueva película de Denys Arcand? De cabeza a ver La caída del imperio americano, que, además, apunta a uno de sus grandes temas: la caída de occidente, de sus valores y creencias, asuntos sobre los que ha dejado reflexiones necesarias en películas como El declive del imperio americano, Las invasiones bárbaras o el mismo Jesús de Montreal (mi favorita de su filmografía y de las cintas sobre la vida de Jesús de Nazaret).
En apariencia, como casi siempre, la historia poco parece tener que ver con el título y con la idea de fondo. Pero es que Arcand es de la vieja escuela y filma obras para para ser pensadas, debatidas, revisitadas. Un repartidor se ve envuelto en un atraco y, contra su natural filantrópico, se hace con el botín, una cantidad descomunal de dinero.
A partir de ahí, los dilemas morales, los paraísos fiscales, la posibilidad y el cómo redimirse y redimir, la acción caritativa, el precio que cada uno podemos tener, nuestras contradicciones morales, los oscuros mundos que se esconden tras tipos importantes -esto me ha gustado: mi último libro va de eso y agrada no sentirse solo-. ¿Qué tiene todo esto que ver con la caída americana? Pues que cada cual saque sus conclusiones. Sólo apuntar que para Arcand, en boca de uno de los protagonistas, el gran enemigo, el otro dios, el comienzo del fin es el dinero.
Y en ello se hace muy patente la huella católica, siempre tratada a su manera, del director canadiense. Hasta vuelve a hacer guiños a los escenarios de rodaje de Jesús de Montreal, sin duda porque lo que ahora cuenta en estos jardines del Santuario tiene que ver con lo que ocurría en aquella película mítica y deslumbrante.
Menos cuidada formalmente, queda muy claro que a Arcand le interesa no perder el tiempo. Nos vamos haciendo viejos y no hay segundo que perder en detalles secundarios, en disimulos estéticos. Si hay belleza, nace del fondo. Y bastan varias escenas para tocar la fibra de la emoción extática que produce lo bello: la secuencia con la ciudad al fondo (su adorada Montreal) y los planos fijos finales cuyo contenido no voy a destripar.
En definitiva. Nos queda seguir creando, seguir filmando aunque casi nadie asista a la proyección (éramos 5 personas en la sala), o escribiendo poemas aunque nadie los lea. Ese también es el mensaje: hay cosas que no cuentan por su alcance, sino por sí mismas. En ellas aún nos aguarda la pequeña, insignificante batalla de intentar no perder la dignidad aunque el mundo corra en otra dirección.